Escritos

Manifiesto del octavo año

El silencio es tan importante como las palabras, porque en el silencio se produce la escucha. Cuando estamos solos, y nos permitimos sentir la soledad, en cada silencio florecen mil universos. Cuando estamos en compañía, y nos permitimos sentir la compañía, en el silencio nos entendemos, más allá del idioma.

Contar el silencio es hablar sin esperar nada a cambio; sin la necesidad de tener razón, sin buscar convencer, pero sin restarle tampoco importancia a ninguna palabra, a ningún gesto o a ninguna pausa. De esta manera las palabras se tornan geometría, como trazados arquitectónicos y constelaciones de estrellas brillando en nuestro interior: se vuelven coordenadas que podemos explorar.

Ser humano es un espacio compartido; es el campo en el que nos encontramos. Un campo de tiempo, recuerdos, sueños, olvidos y atención. Las palabras suenan, recuerdan, evocan y desaparecen en él. El rencor se desvanece y también la compasión; queda la consciencia de que todo está vivo. Un conocimiento que se vuelve útil cuando podemos vivirlo, vivir en él y vivirlo plenamente en nuestro interior. Si no es así, se convierte en una carga o un pasatiempo para quienes gustan de jugar con juguetes.

Asumir que todo está vivo es una vía: una manera de vivir. Es vivir con cuidado y atención. Vivir escuchando.

Los que hemos sido convocados a este mundo venimos a compartir la escucha. A veces, para escucharnos, usamos los golpes, a veces no escuchamos susurrando. Contar la escucha es dirigirse personalmente al mundo y ver todo como sujeto: cada pensamiento tiene vida propia, cada nombre, cada respiración y cada mirada en cada sueño. Todo es sujeto atento, que escucha, pendiente de lo que está pasando; aquí, allí, dentro y fuera. Pendiente del sonido del viento que vuela cada palabra. Pendiente del florecer continuo del silencio en cada respiración.

Este es el manifiesto del octavo año de Respirar el Mahābhārata. Esto es lo que he encontrado este año en Kurukshetra, en mi campo de batalla interior. La propuesta de este año es un estado, más que un formato. El día 4 de diciembre haremos presentaremos un ensayo general abierto en CRA’P, como en años anteriores. El formato del ensayo será distinto al del estreno del 12 de diciembre, que tendrá lugar en un espacio ritualizado que marcará el contar con una hasta ahora desconocida para esta propuesta de Respirar el Mahabharata. Lo que relaciona los dos eventos es la actitud, el estado interno, que es lo que este año me ha ayudado a mejorar Toni Cots.

Para asistir al ensayo general puedes escribir directamente a CRA’P y si te interesa venir al estreno puedes escribirme para recibir la dirección en tu correo personal.

Si no has podido escuchar la narración del año pasado te recuerdo que puedes adquirir la grabación del 12.12.2022 (Respirar el Mahābhārata 7: Retorno al origen) en este enlace: https://www.patreon.com/user/shop?u=34388269

¿Qué son las historias?

Paolo Magnone, en su artículo titulado El umbral borrado. Dialéctica entre la historia en el Purāņa de la India[1], cita la anécdota ocurrida al indólogo Georg Bühler cuando en 1877 solicitó al maharaja de Kashmir hacer transcribir para él una copia de una recopilación de historias (purāņa) que había consultado en manuscritos: la copia que recibió del estudioso de la corte era perfecta. Tanto, que contenía la introducción que Bühler no había podido leer en ninguno de los manuscritos que había consultado, porque estaban dañados y carecían de ella. Aquello era, si más no, incomprensible, porque el escriba había narrado a su manera una introducción inexistente en los manuscritos originales. Académicamente era falso, pero nadie en la corte entendió el problema de Bühler, su estudioso había mejorado el encargo del indólogo y le estaba entregando una versión mejorada de los manuscritos que había consultado. Le estaba entregando una versión completa.

Los Purāņa no exigen una transmisión literal, porque no son Śruti. Śruti significa “escuchado”, Pero, ¿escuchado a quién? y ¿cómo?

La tradición lingüística sánscrita cuenta que en el origen, antes de hablar, los humanos cantaban. El lenguaje, y la gramática, vino después, con la necesidad de clasificar los sonidos, y esta necesidad corresponde a un estado más confuso y dividido de la mente.  En cambio, lo que cantaban los primeros sabios, en el origen de la humanidad, era la realidad. Cantaban lo que había, la esencia del universo. “Oían” al mundo, escuchaban las estrellas y al planeta. Escuchaban el tiempo. Escuchaban y cantaban. Y cuando cantaban se oían a sí mismos. Porque cuando se recitan correctamente los sonidos “oídos” (Śruti) escuchamos -sentimos- la voz propia dentro del cuerpo como una vibración que corresponde a la esencia de la realidad.

No es descabellado decir, por lo menos para el propósito de la argumentación de este texto, que la pronunciación de los cantos sagrados produce una escucha profunda de la realidad. O sea, estoy diciendo que la escucha (Śruti) produce escucha. No es que las estrellas cantaran literalmente mantras, sino que la pronunciación afinada de los mantras adecuados permite sentir la vibración de las estrellas; escuchamos, para escuchar más profundamente. Y esto es importante para hablar de recuerdos (smŗti), porque la argumentación que hago aquí es que smŗti, también, produce smŗti.

Las historias antiguas, clasificadas como smŗti, “recuerdo”, no describen una realidad objetiva externa. No buscan tanto describir el pasado como producir una calidad de recuerdo. Por esto son historias del recuerdo, porque hacen renacer el pasado en nosotros al oírlas, pensarlas, visualizarlas, narrarlas, escribirlas, esculpirlas y darles forma con cualquiera de nuestros sentidos.

La tradición cuenta que Śruti, la escucha, era originalmente una sola. Un solo canto único y singular. Pero el sabio Vedavyāsa dividió/ordenó este canto en 4 recopilatorios destinados a aspectos distintos del ritual. Convirtió la escucha en una ceremonia, sabía que era necesario hacerlo porque estaba comenzando una era de confusión profunda, de falta de atención, de avaricia e irascibilidad. La era en la que estamos viviendo.

Pero Vedavyāsa, o Vyāsa para los amigos, no solo ordenó el conocimiento sagrado escuchado. La tradición cuenta que fue también Vedavyāsa quien transmitió todo el cuerpo de historias antiguas (Purāņa). Un océano de narraciones que contienen, en boca de personajes ilustres, distintas darśana, o escuelas de interpretación del Śruti. Y también contienen la columna vertebral de lo que pasó (Itihāsa) anteriormente, para llegar a estar donde estamos. En este contexto se enmarcan el Ramāyana y Mahābhārata.

Las historias antiguas que transmitió Vyāsa a la humanidad se ven como un “quinto” veda. Como parte del mismo cuerpo de cantos de la esencia de la realidad. Un canto narrado. Y lo que narran los Purāņa es la realidad. Esa realidad mutable e impredecible se puede narrar. Pero no estamos hablando de una alegoría, o de algo que represente una interpretación de la realidad, sino de historias que producen un recuerdo de lo que realmente somos. Historias que nos recuerdan ese silencio que contiene el canto de las estrellas y los ríos.

Pero todo esto sería palabrería si no me esforzara en proponer, por lo menos, una hipótesis de cómo lo hacen. Para eso tengo que contar una historia:

En el origen de los tiempos los titanes (Asura) y las serpientes (nāga) acudieron al ser original (Prajāpati) y le preguntaron:

-¿Qué tenemos que hacer?

El ser original emitió el sonido Om, una vibración profunda y sorda, que hizo que serpientes y titanes huyeran hacia todas las direcciones y desarrollaran unos la tendencia a morder y los otros la insolencia que los caracteriza.

La fuente de la naturaleza verdadera de seres distintos es la misma para todos; una misma vibración. ¿Pero qué dice esta vibración? ¿En qué consiste? Pues aquí cada darshana, o escuela de interpretación, respondería a su manera: alguna escuela budista podría responder que la vibración original es la vacuidad, o la condición interdependiente de todo. Alguna escuela vedantina podría decir que esta misma vibración original es el silencio de la no dualidad, y la escuela mīmāṃsā podría decir que los himnos védicos son esta misma vibración original.

No estoy cien por cien seguro de que sean estas exactamente las explicaciones dé cada escuela, pero me permito especular con esta desfachatez, reconociendo además mi ignorancia, porque lo que propongo en este escrito es que algo que nos hace profundamente humanos -como morder es lo que hacen las serpientes- es el sentarnos juntos a especular.

Las historias antiguas ofrecen un marco dentro del cual podemos comentar, pensar y hablar. Compartir. Un marco que nos ayuda a no perdernos en el bosque de nuestras palabras.

La gran vía no va ni es de ningún lugar,

di esto y no te acostarás ni de lejos.

Si dices esto es iluminación y esto es ilusión

También te equivocas de mucho.

Puedes explicar lo que es y lo que no es,

puedes hablar de lo que sabes y de lo que dices,

pero con todo esto no llegas ni a las orillas.

Si parloteas sobre la iluminación,

Tus palabras caerán en un vacío inútil.   

Este poema de Ryokan[2] me gusta porque estoy de acuerdo con lo que dice, y porque apunta a uno de mis dilemas existenciales no resueltos: hablar de la realidad última que somos, nuestra razón de vivir (lo que Ryokan llama iluminación), es palabrería al viento. No es lo real. Pero aunque no sea real, ¿de qué otra cosa hablar? Porque hacernos compañía es una de las necesidades básicas humanas; es una parte intrínseca de lo que somos: un animal que depende de su grupo, material y emocionalmente. Y cuando nos hacemos compañía compartimos palabras, inevitablemente. ¿De qué hablamos cuando hablamos? Hablamos de quienes somos. Los grandes temas de conversación, los más populares, como la política, los rumores sobre vecinos, familiares y famosos, tienen como tema subyacente la reflexión sobre la condición humana. Narrándonos nos representamos y nos entendemos. Pero las palabras son como enredaderas y cuando más las usamos menos visible es el bosque.

Lo que defiendo en este escrito es que las narraciones antiguas, como el Mahābhārata con sus complejidades, nos ofrecen un marco para hablar de nuestra condición humana, de nuestros abismos y cimas, sin perdernos entre las palabras; como un jardinero que cuida las enredaderas para que no tapen el cielo estrellado. Y por esto son historias que permiten versiones distintas, porque están hechas para compartir, para discutir y para encontrarnos en la diferencia. Más que para memorizar en soledad, son historias para recordar juntxs y reconocer esta humanidad que no comprendemos en las miradas que se encuentran. Y por esto las historias antiguas son el complemento de los rituales, o śruti, porque no hablan de la iluminación, sino de lo que somos. Y lo que somos es plural y voluble.

Por esto las historias antiguas sirven de marco para replantear y reconsiderar, en comunidad, quiénes somos realmente, cuando ya no lo tenemos claro. Lo que Vyasa nos legó es un espejo mágico en forma de historias. En este espejo podemos ver la correlación entre nuestras diferencias y las estrellas en nuestra mirada.

Y todo esto que escribo es una narración que pide ser contrastada. La paradoja es que no podemos afirmar nada categórico y total, o definitivo, sobre la verdad, pero sí podemos hablar sobre ella. Y este diálogo es parte importante de lo que nos hace humanos. Y ser humano es nuestro destino en este lugar.

Este texto ya va cerrando este octavo año del voto de vivir y narrar el Mahābhārata en 12 años. El voto de “respirar el Mahābhārata”, entre 2016 y 2028. El próximo texto será el manifiesto que, como cada año, escribo como última entrada antes de la narración del 12 del 12.

El domingo 3 de Diciembre presentaré un ensayo general de la narración de este año en la sala del colectivo CRA’P en Mollet del Vallès. El estreno ritual del 12 será en una localidad no secreta, pero discreta, por lo que no la anuncio en el cartel. Si quieres venir a la narración del 12 puedes escribirme en privado y te mandaré la dirección. Ambos eventos son de entrada gratuita.  

Inscripción: http://www.cra-p.org/?p=15838

Para más información: respirarelmahabharata@gmail.com


[1] publicado en el libro Mito e Historia I, dirigido por Olivia Cattedra para la CEICAM, universidad nacional del sur.  

[2] Adaptado al castellano por mía a partir de la traducción catalana original de Natalia Barenys en Pel no saber, versions de Ryokan, publicado por la comunidad Zen Kannon de Barcelona.

Nuestra relación con las serpientes

Ancestralmente, la serpiente es la dueña del submundo: del vientre de la tierra sobre la que caminamos. Las serpientes son dueñas de los cimientos de la casa universo que habitamos.

Aby Warburg, en El ritual de la serpiente

¿Fueron nuestras muñecas algún tiempo espíritus encarnados? ¿Cuánta distancia hay entre el tótem y el juguete? Una parte de nosotros sigue viendo vida en cada muñeca. Su mirada interpela nuestro inconsciente. Porque nuestra mirada es múltiple, no ve una sola cosa: vemos esquema, recuerdos, asociaciones y explicaciones. Veo en el sol recuerdos de un niño que fui yo, y en los recuerdos veo sabores y conversaciones que guiaron mi manera de ver el mundo. Y no es necesario que nuestra fantasía descienda ante la imagen de la serpiente, y que nos remita solamente a los seres primitivos del mundo subterráneo. Subamos al techo de la casa-universo, miremos hacia arriba y recordemos las palabras de Goethe: Si el ojo no fuese solar, jamás podríamos ver la luz.

La humanidad entera coincide en la adoración al sol. En el templo o en la playa, es indistinto. Asumirlo como símbolo de aquello que nos lleva desde las cavidades nocturnas hacia la superficie es un derecho innato y universal. Mi relación con la serpiente parece oscilar entre la devoción cultural, la apreciación cultural y la sublimación. La serpiente parece una figura clave en el proceso de transición entre la apropiación mágica e instintiva y el distanciamiento espiritual que ve en el reptil venenoso un símbolo de las potencias ctónicas de la naturaleza, con las que el humano tiene que aprender a dialogar. Por esto el Mahābhārata es en una primera lectura la historia de una guerra de sucesión, humana, pero en una segunda lectura se puede descubrir en él la historia velada de la humanidad contra las serpientes [te lo narro en audio aquí].

La serpiente de cascabel ya no causa el mismo terror. La persona contemporánea: lejos de adorarla, trata de ignorarla, y en esta indiferencia se esconde un lento exterminio. El rayo apresado dentro del cable, la electricidad prisionera, ha creado una cultura que destruye la magia telúrica. Pero ¿qué es lo que se ofrece a cambio? Las potencias naturales ya no son vistas como elementos antropomorfos ni biomorfos, sino como una red de ondas infinitas que obedecen dócilmente a los mandatos del hombre. De esta manera, la cultura de la máquina destruye aquello que el conocimiento de la naturaleza, derivado del mito, había conquistado con grandes esfuerzos: El espacio de contemplación, que desciende ahora en espacio de pensamiento.

El telégrafo y el teléfono (y internet no deja de ser un tipo de telégrafo) distorsionan al cosmos. El pensamiento mítico y simbólico, en su esfuerzo por espiritualizar la conexión del ser humano y el mundo circundante, hace del espacio una zona de contemplación o de pensamiento que la electricidad hace desaparecer mediante una conexión fugaz. Así escribía Aby Warburg a principios del siglo XX, pero lo que él achacaba a los últimos cambios de la modernidad es mucho más antiguo. Milenios atrás, el Mahābhārata ya narraba la separación entre el humano y la serpiente. Se trata de una actitud, que cristaliza en el teléfono y la computadora, pero viene de mucho más atrás. En todos los continentes de esta tierra viven serpientes. La vida humana, desde sus primeros tiempos, ha estado relacionada con las serpientes y con el sol. En un vaivén de olvido y recuerdo ignoramos la naturaleza que somos, pero la recordamos esporádicamente, a destellos. La serpiente nos llama de noche y de día el sol. Nuestro destino es volver a hablar con la tierra y con la luz. El lenguaje no está reservado solamente a otros humanos, también las raíces y los hongos nos llaman, las flores, los insectos, el viento, el calor y el aroma del agua. Recordarlo es volver a casa, y nuestro verdadero hogar es la empatía y la paciencia. Si no lo crees pregúntaselo a tu corazón.

¿Quién es Ganesha?

Damos importancia a nuestras opiniones y las ponemos en un pedestal como si fueran verdades, aunque en el fondo sabemos que nuestra manera de ver el mundo es parcial, y lo que consideramos verdad no es nada fijo e inalterable sino que depende del momento y de un punto de vista. Pero es importante que le demos importancia a nuestras opiniones, porque sobre ellas se apoya nuestra comunicación con el mundo. La mente humana no percibe el mundo tal cual es, en cada momento, porque la cantidad de información que cada instante emana es indigerible. Para vivir, nuestra mente proyecta sobre el mundo un modelo predictivo de cómo deberían ser las cosas, según lo visto hasta el momento: Si dejo ir un objeto en el aire caerá, y si camino hacia el semáforo me acercaré a él, etc.

Este modelo predictivo se basa en conceptos (gaņa); en abstracciones y síntesis de las repeticiones más frecuentes en la experiencia acumulada o una síntesis de las opiniones heredadas del entorno social. El señor (Iśa) de estos conceptos es Ganesha (gaņa + iśa = gaņeṡa), el llamado dios de los portales, representado con un cuerpo de bebé y cabeza de elefante. Él pone, quita, baraja y mueve los conceptos que tiene nuestra manera de ver el mundo.

Y a Ganesha también se le llama Vigneshvara, el señor de los umbrales, porque se dice que no solo quita barreras, sino que también las pone. Ambas cosas son igual de importantes. Así como a veces es necesario poder cuestionar nuestro modelo mental predictivo y revisar axiomas que consideramos incuestionables, como que el mundo es sólido o somos buenas personas, también es importante mantener un modelo predictivo coherente para manejarse por el mundo. Por esto a Ganesha también se le llama Pramukha, o “la cara original / anterior a todo”; porque lo que vemos siempre es él: nuestro modelo predictivo poroso, que se adapta al caos cósmico de las posibilidades para protegernos, enseñarnos, guiarnos o despertarnos según la ocasión.

Es llamativo que Ganesha fuera el escriba que trazó con la punta rota de uno de sus colmillos (Ganesha tiene cabeza de elefante, no lo olvidemos) los versos del Mahābhārata. Vedavyasa, abuelo de los protagonistas del conflicto del Mahābhārata, quiso escribir la historia de la guerra que los destruyó, para el recuerdo de la humanidad. Le pidió a Ganesha que pusiera por escrito lo que le dictaba y Ganesha aceptó, con la condición de que Vedavyasa recitara toda la historia en una sola vez. A lo cual Vedavyasa aceptó, pero introdujo acertijos en el texto que hacían pensar a Ganesha. Durante esas rumiaciones del señor de los conceptos Vedavyasa aprovechaba para descansar.

Es llamativo, porque la versión escrita por Ganesha no es la versión del Mahābhārata que nos ha llegado a nosotros. La versión que conocemos es la que contó el hijo del discípulo de Vedavyasa quien le escuchó a su maestro contar el Mahabharata en un sacrificio de 12 años. Si quedó en algún lugar un manuscrito físico, de la mano de Ganesha, no sabemos dónde está. Porque tampoco podemos estar seguros de qué tipo de caracteres usaba Ganesha al escribir, tal vez ese manuscrito sea la misma realidad que compartimos. Aquello que nuestros  modelos predictivos comparten. Esta realidad poderosa (Mahābala) y voluminosa (Lambodhara), ambos epítetos de Ganesha, a quien también podemos llamar conocimiento original (Prajña) y señor de la palabra (Vakpati), como si palabras, conceptos y realidad tuvieran un mismo dueño.

El hijo del sol

No es necesario comprender algo para conocerlo. Hay muchas cosas que se pueden conocer sin comprender, como por ejemplo el amor. Cuando la lectura completa del Mahābhārata implica pasar por decenas de cientos de páginas de descripción de gestas bélicas la obra nos lleva a conocer algo que no comprendemos y, precisamente, por no comprenderlo del todo, y ser el tema tan sensible, es preferible no recurrir a frases terminantes que se pueden malentender fuera del contexto adecuado.

Cuando hablamos, por ejemplo, de Karna, uno de los participantes de la gran guerra del Mahābhārata, sobre quien escribí una entrada hace ocho años, la mente llega a unas comprensiones que se ven claramente insuficientes:

Recogido en el río por un conductor de carros. Recogido por un testigo y narrador de batallas que no levanta armas. Por alguien que transporta guerreros, adentrándose en la batalla sin protección.

Pero, ¿de dónde vino realmente? ¿Cómo llegó Karna a aquel río? ¿Del sol? ¿Fue su madre una reina desconocida?

Un hombre que vive como oro oscurecido.

-Desaparezco palabra a palabra. Mis gestos son gotas de agua cayendo al vacío. Soy un hijo secreto brillando en el sol, pero me convierto en el océano y todos se hunden en mí.

Todo esto volverá a aparecer cuando yo no esté, y serás tú quien abra la mirada. Seré estrellas y tú serás pulso y respiración.

Así me habló Karna en un sueño, y su voz dolía a tristeza y pasión.

Cada átomo contiene miles de universos estallando al unísono en mega sinfonías silenciosas de implosión. Y este caos sabe a la creación que bulle bajo nuestros párpados cerrados.    

El miedo al conflicto en nuestra humanidad compartida

Saludos a ti, que estás leyendo estas líneas. Bienvenid@ a este viaje a bordo del Mahābhārata, la historia más larga del mundo: En este escrito propongo introducir uno de los referentes menos conocidos en el Mahābhārata, Satyaki, para proponer una reflexión sobre algo que nos hace humanos, con una mención a la inteligencia artificial.

Hago un inciso antes de empezar, para remarcar que no uso la palabra “personaje” para referirme a Satyaki, porque el Mahābhārata no tiene personajes. Un personaje es la invención de uno o varios autores. Puede estar inspirado en alguien que existió realmente, pero su historia es inventada. El Mahābhārata se presenta, en cambio, como la crónica de unos hechos antiguos, pre-historicos, pre-recuerdo, pero reales. No es lo mismo habar de un personaje que de un ancestro. Aunque con el tiempo el recuerdo de lo que hizo un ancestro se puede fraccionar en versiones distintas y contradictorias no es el mismo respeto el que la situación nos impone cuando hablamos de un ancestro que cuando hablamos de un personaje inventado. Cuando hablamos del Mahābhārata hablamos de ancestros y es este tipo de respeto el que la situación pide. Aunque sin perder, por supuesto, la mirada crítica y el derecho a formarnos nuestra propia opinión de los hechos. Porque este escrito va de opiniones personales, en gran medida.

Satyaki fue un guerrero del clan de los Yadava. Un clan que tenía como capital la ciudad costera de Dvarak, cuya característica más destacable es que fue el clan en el que nació Krishna, la encarnación de la divinidad en la tierra.

Satyaki tuvo una relación especialmente cercana a Krishna. Fue discípulo especial del primo de Krishna, Arjuna, de quien se decía que era el guerrero perfecto. Antes del gran choque entre los Pandava y los Kaurava por la sucesión del imperio, Satyaki acompañó a Krishna en una misión de paz a la corte de los Kaurava. Krishna quiso probar un último intento para convencer al emperador de aceptar las condiciones de paz que le ofrecían los Pandava, y evitar así la guerra.

En aquel encuentro el emperador Duryodhana dio la orden de atar a Krishna y encarcelarlo, por el atrevimiento de pedirle que cambiara de opinión. Y entonces tuvo lugar uno de los eventos más importantes de los que relata el Mahābhārata, porque Krishna descartó su forma humana y manifestó su forma original, con brazos que llegan a todos los rincones del mundo y pies enraizados en la base de la existencia.

La mayoría de los presentes se desmayó, o no fue capaz de visionar aquella revelación, pero Satyaki fue uno de los pocos que permaneció plenamente consciente y nunca olvidó quién era realmente Krishna. Por esto, cuando Krishna se ofreció a dirigir en persona el carro del rebelde Arjuna, pero en cambio ceder el control las tropas que comandaba al déspota Duryodhana, Satyaki no acató la orden; aun siendo soldado de Krishna. A pesar de que, por acuerdo político, y por orden de Krishna, Satyaki debía luchar junto a Duryodhana, se negó a hacerlo y optó por tomar el bando de Arjuna, su maestro. El bando que era también el de Krishna, de quien sabía que era la encarnación de la divinidad. Y a esto quería yo llegar: al desacato de Satyaki, por “lealtad”. Porque siento que el Mahābhārata nos muestra aquí una de las claves de lo que nos hace humanos: La opinión personal.

Volviendo al tema de la inteligencia artificial, que mencioné en la entrada pasada, es interesante mencionar el estudio publicado por el equipo del investigador Jerry Wei, donde demuestra que uno de los defectos de la inteligencia artificial es que puede dar información falsa al usuario si intuye que esto es lo quiere oír (ver concepto sycophancy). Esto es así en lo referente a ideales políticos, pero también resultados matemáticos. Y pasa porque el programa funciona como herramienta y no expresa ninguna opinión personal. La diferencia con los humanos es que tenemos una opinión. De las opiniones nacen enfrentamientos, más o menos pacíficos. Y cuando el Mahābhārata dedica tantas páginas (un par de miles) a describir con detalle un conflicto -la guerra en la que luchó Satyaki junto a Arjuna y Krishna- leerlo se convierte en una meditación sobre el conflicto, y uno empieza a ver que el conflicto forma parte de esta humanidad compartida que somos.

Lo humano no está confinado al cuerpo de cada uno de nosotras, ni tampoco a las ideas que nuestras neuronas barajan, sino que se encuentra en el campo que compartimos: un campo externo e interno a la vez. Lo humano está en el encuentro: en el espacio físico, emocional e intelectual que compartimos, y este espacio es también la arena en la que nos enfrentamos unos a otros.

Dado que no somos herramienta, tenemos opinión y nos respondemos unos a otras. Vivir nuestra humanidad no pasa por negar nuestras opiniones, sino por encontrar el equilibrio para expresarlas sin tener que llegar a la guerra. Así nos avisa el Mahābhārata, la voz de la humanidad anterior.

Secretos y el anhelo de lo humano

En esta entrada comparto una historia del Mahābhārata que revela un secreto importante de Droupadi, relacionado con la imagen que puedes ver encima de estas líneas, para proponer una pregunta abierta sobre qué es lo que nos hace humanos en contraste con la inteligencia artificial:

En la entrada anterior compartí junto al escrito una imagen producida por una plataforma de generación de imágenes a partir de texto por inteligencia artificial. La polémica sobre el uso de la inteligencia artificial me parece profundamente relevante para los fundamentos de la propuesta de Respirar el Mahābhārata. Porque una de las motivaciones de este voto de doce años es la de indagar en la vivencia de lo humano. Y no hablo de un formato binario de pregunta-respuesta que responda “qué es lo humano” con más palabras y discurso, sino atravesar la experiencia humana mediante una propuesta (narrar el Mahābhārata en doce años) que difícilmente se puede reproducir de otra manera que no sea viviéndola.

El Mahābhārata es sorprendentemente extenso y minucioso, como texto, y doce años son suficiente tiempo como para que yo, y quienes seguís la propuesta, vayamos olvidando detalles y reencontrándonos con ellos como si fueran nuevos. Como, por ejemplo, esta semana, cuando he querido consultar los últimos capítulos del Mahābhārata y me ha sorprendido encontrar ya subrayado en lápiz lo que buscaba. Lo hice yo, pero no recuerdo muy bien cuándo. La experiencia humana en el tiempo tiene un carácter de disolución y construcción simultánea; indagar en el punto donde se encuentran estas dos tendencias es profundizar en la incógnita humana.

Humanidad son los gestos que hacemos con el cuerpo, las voces, palabras, letras y dibujos que dejamos sobre las paredes, pero hay maneras y maneras de combinarlos. La robotización, o automatización, de nuestros discursos, y nuestra manera de aprender, comienza mucho antes que la llegada de la inteligencia artificial. Porque también los humanos hemos aprendido a copiar unos de otros, y buscar repetir lo que ya ha sido definido, y etiquetado, y le ha funcionado a otro. La tendencia a buscar lo conocido para sentirse seguro ya tiene mucho de automatismo. Y no lo digo porque defienda necesariamente el uso de la inteligencia artificial para producir texto e imágenes, pero digo que en este momento histórico se nos plantea una pregunta que no es nueva, pero reaparece con más insistencia: ¿Qué es lo que no puede sustituir ninguna máquina o herramienta?

No es el cuerpo, parece, y tampoco es la mente, ni la imaginación. Probablemente tampoco la consciencia. Y sin embargo sigue aquí, lo humano, que permea y excede todos estos elementos mencionados.

Me aventuro de decir que el Mahābhārata también va de esto, de la incógnita de lo humano. Narrarlo en vivo en la era de la inteligencia artificial me parece tan anticuado como imprescindible:

Hay un fragmento del Mahābhārata en el que los Pandava se reúnen en un ashram a los pies del monte Mandara para descansar tras 12 años de peregrinaje en el exilio. Estando allí, Droupadi, la esposa de los cinco hermanos, paseando sola por los alrededores del lugar, vio un árbol de peras de agua, o Jambu, la fruta simbólica que representa este mundo [La tierra se llama Jambu Dvipa, la isla de “Jambu” o las “peras de agua”, en el Mahābhārata].

Droupadi se tentó con la jugosidad de uno de los frutos y lo cosechó del árbol, pero escuchó de repente un grito de dolor. Era el Yaksha, o espíritu emocional, que vivía en el árbol. Gritaba indignado:

-¡Esta fruta estaba reservada para un asceta, que lleva meditando doce años sin probar bocado! Justo hoy iba a terminar sus austeridades. Le estaba guardando esta fruta para que rompiera su ayuno. ¡Las consecuencias de este acto descuidado te van a perseguir donde vayas!

Estas palabras asustaron a Droupadi, quien fue a pedir ayuda a sus maridos. Quería revertir la maldición de cualquier manera.

Sahadeva, el sabio entre los Pandava e hijo de los dioses gemelos, los Ashvin, quienes enseñaron la medicina a la humanidad, sabía cómo reconectar la fruta a la rama de la que provenía, pero cuando llegaron al lugar el espíritu del árbol se negaba a recibir la fruta de vuelta.

-Esta fruta no puede volver al árbol a causa del secreto que Droupadi guarda – dijo el Yaksha. -Ella está escondiendo algo que la separa de vosotros.

Y no hace falta decir que a los Pandava no les tranquilizó el mensaje.

-Su corazón siente un amor que no os ha confesado – insistió el árbol.

Y entonces Droupadi, timida, dijo que quería enormemente a Krishna, encarnación de la divinidad sobre la tierra. Lo quería como a un hermano y a un padre, confesó Droupadi.

Pero el árbol se indignó:

-Sabes que no es este el amor que estás escondiendo, Droupadi.

Entonces Droupadi bajó la mirada, y con voz baja confesó que se enamoró de Karna, el día que se conocieron.

El padre de Droupadi organizó un torneo para que guerreros de todos los reinos demostraran frente a ella sus habilidades, y el verdadero ganador del torneo fue Karna, un guerrero misterioso que llevaba una placa de oro que protegía su pecho, pegada como si fuera su propia piel, y unos pendientes, también hechos de un oro tan puro que brillaba como el sol hubiera bajado a la tierra.

Karna sobresalió entre los participantes y superó al mismo Arjuna, pero cuando se le preguntó por su origen confesó ser hijo de conductores de carros, de casta mezclada. Karna fue ridiculizado a causa de su origen no noble, humillado en público por la misma Droupadi, y descartado como pretendiente. Entonces Arjuna fue casado con Droupadi, y junto a él sus hermanos. Pero secretamente Droupadi sí se había enamorado de Karna, y ese amor no se había desvanecido.

-De hecho – añade Droupadi -si él hubiera sido mi marido, estoy segura de que no hubiera permitido que se me humillara como lo permitisteis vosotros, cuando os apostasteis mi libertad. Él no hubiera aceptado este exilio vejatorio de 12 años que hemos pasado.

Una vez destapado el secreto la fruta pudo volver al árbol, pero los cinco hermanos y su esposa regresaron al ashram en silencio.

Krishna justo esta allí, de visita, y los Pandava fueron a verle cabizbajos.

Miradando el suelo, le contaron lo que había descubierto, pero Krishna les contestó con tranquilidad:

-No podéis juzgar a Droupadi, ella es la gran diosa, Mahadevi, quien ha nacido en la tierra, con el cuerpo de una mujer.

Entonces los cinco Pandava tuvieron cada uno la misma visión: cientos de miles de dioses adorando a la gran diosa ante un árbol carmesí. Esta visión resucitó sus ánimos.

Y cuando, por probar, he introducido la línea: “cientos de dioses adorando a la gran Diosa ante un árbol carmesí” en la aplicación de generación de imágenes por inteligencia artificial llamada dreamspace, el programa me he propuesto las imágenes que adjunto en el título de esta entrada. La manera como el programa ha ilustrado el árbol carmesí me ha hecho pensar en las venas del cuerpo humano, y que tal vez sea éste el árbol del que habla el texto. Tal vez la diosa esté encarnada en nuestro sistema vascular; en el árbol carmesí que nuestro cuerpo contiene. Y a éste árbol acuden los dioses. Quizá por esto la visión sirvió de respuesta a los Pandava, porque una visión no se ve solamente con los ojos sino con todo el cuerpo. Lo llamamos visiones, pero son comprensiones físicas: las traducimos en una imagen interior, pero las vivimos con todos los niveles de comprensión. Es por esto que las visiones son difíciles de comunicar, y este reto, el reto de cómo compartir una visión interna, es una de las claves del arte. El arte humano.

¿Me ha enseñado algo la inteligencia artificial, o ha sido el Mahābhārata, el que me ha enseñado, jugando con la inteligencia artificial? Es difícil saber. Estoy seguro que un androide podría narrar el Mahābhārata de una manera mucho más espectacular que yo, con una memoria infalibles y registro perfecto de todos los nombre y detalles de la historia; con capacidad de producir voces diferentes, proyectar video y hologramas en el espacio, musicar la narración con orquestras y un sinfín de instrumentos musicales diferentes, pero faltaría el encuentro humano. De la misma manera, una narración espectacular, con texto memorizado, acrobacias y recursos escénicos de luz y sonido, puede ser espectacular, pero alejarse de la sinceridad. Lo que la inteligencia artificial hace es una síntesis de información a disposición del usuario. Esto es lo que hace nuestra mente, también, cuando pensamos. Pero hay algo más. ¿Qué?

La búsqueda de este voto de 12 años es la del reposo en la dimensión humana; en el sentido del encuentro que abren las palabras del Mahābhārata, y la entrega a lo que nos muestra esta obra, y a lo que los ancestros nos vienen repitiendo desde hace milenios. Por esto te invito a participar de la próxima narración del Mahābhārata, tal vez el 12 de Diciembre, sino antes: para indagar juntos en lo que nos hace reales, más allá de nuestros órganos, nuestra respiración, sentido, pensamientos, visiones o consciencia.

El renacer en el cuerpo

Si caminamos por un bosque y no nos sentimos solos es porque en algunos árboles, o minerales, hay seres vivos y conscientes. Su presencia, y sus miradas, nos acompañan. Hablan  con la voz del viento y del agua. En la península índica y países limítrofes a estos seres se les llama Yaksha. Se dice que cuando salen del cristal, la planta o el lago que habitan viajan sobre palacios voladores que son muy difíciles de ver.

Hubo un Yaksha, de nombre Gaya, que hace milenios escupió desde su palacio volador y su saliva fue a caer justo sobre la cabeza de Krishna. Gaya pudo ver desde el cielo el enfado de Krishna, porque se manifestó sobre la palma de su mano un disco giratorio hacho con la energía sobrante del sol; un arma mágica que Krishna invoca a voluntad cuando va a luchar, que puede cortar todo a su paso y volver a la mano de Krishna.

Gaya fue volando a toda velocidad a la segura ciudad de Indraprasahtha y se lanzó a los pies de la reina Subhadra. El Yaksha suplicó protección y ella le dio su palabra de noble y guerrera de que su marido Arjuna, el arquero más excepcional de la tierra, iba a protegerlo del peligro que lo perseguía. Pero la sorpresa de Subhadra y Arjuna fue enrome cuando vieron que quien venía persiguiendo al Yaksha Gaya era precisamente Krishna, hermano de Subhadra y el mejor amigo de Arjuna. Pero Arjuna ya había dado su palabra de guerrero y, firme en su deber de proteger a Gaya, invoca a su arco Gandiva, que también recibió del dios del fuego cuando le ayudó a quemar el bosque Kandhava junto a Krishna. Krishna y Arjuna se enfrentaron, el arco Gandiva contra el disco Sudarshana, primo contra primo, amigo contra amigo y también Nara contra Narayana, humano contra la divinidad.

El universo se estaba apunto de romper, y por esto Shiva y Brahma se pusieron en movimiento:

-No podemos ir contra la voluntad de Krishna – dijo Shiva -Él es mi espejo, y lo que él decide tiene que pasar.

-Pero podemos dejar que mate a Gaya – respondió Brahma – y tú lo puedes revivir. Así se cumplirá la palabra de Krishna, pero también la de Arjuna.

La vida de Gaya fue separada de su cuerpo por el disco cortante de Krishna, pero volvió a él por la tenacidad de Arjuna, y la intervención de Shiva. Así dicen que pasó, igual que se cuenta que, un par de milenios más tarde, en un pueblo llamado Bet Anyá, cerca de la ciudad de Jerusalén, vivieron dos hermanas llamadas Miriam y Marta, quienes tenían también un hermano, Elazar, que estaba padeciendo una grave enfermedad.

Una parte de ellas estaba preocupada por la salud de su hermano, pero la otra parte estaba tranquila y confiada, porque en aquella época se hablaba mucho en la región sobre un hombre, de nombre Yehoshua, o “salvador” en hebreo, de quien se decía que era el ungido, o el elegido, según la profecía, para salvar a toda la humanidad. Y Miriam y Marta eran cercanas a Yehoshua, habían tratado con él personalmente en varias ocasiones y siempre que sus viajes lo llevaban cerca de Jerusalén Yehoshua pasaba por Bet Anyá a hacerles una visita. Miriam estaba convencida de que en una de sus próximas idas y venidas Yehoshua iba a pasar por su casa e iba a curar a su hermano, pero el tiempo pasó y Elazar murió, sin que hubiera aparecido Yehoshua.

Al tiempo, Yehoshua sí visitó a las hermanas, y estas compartieron con él la fe que habían puesto en su visita, y en su capacidad de curar a las personas, así como el dolor y la decepción por haber perdido finalmente a su hermano. Entonces Yehoshua pidió que lo llevaran a ver la tumba de Elazar y ante su sepulcro lo llamó. Y la maravilla desgarró las expectativas de todos los presentes cuando Elazar se levantó y se acercó caminando a Yehoshua, vivo.

No solo esto, sino que Elazar pudo contar lo que vio en el otro mundo, y dijo que había visitado unos jardines preciosos, donde esperaban todos los difuntos para ser revividos por Yehoshua al fin de los tiempos. Eso dicen. Eso cuentan que pasó.

Esas dicen que fueron las palabras de Elazar (Lázaro, para muchos) sobre lo que vio antes de renacer.

Y no es necesario creernos estas palabras literalmente, sino que la cuestión es cómo cambia nuestra respiración cuando las oímos.

¿Cómo afectan nuestros ánimos?

¿Cómo sentimos nuestros planes y nuestra creatividad?

¿Cómo afectan nuestro estado presente las historias de resurrección?

¿Cómo afecta nuestra manera de ver nuestras preocupaciones?

Es interesante parar para observar este instante, antes de que aparezcan los juicios y las interpretaciones. Hay un suspiro, antes de cada pensamiento, en el que resurgimos, una y otra vez.

Propongo observar este instante, cuando escuchamos, y meditar sobre el universo que abre.   

Viaje hacia el origen

En el origen Puruṣa preguntó ¿dónde me moveré? ¿Cómo me pondré en movimiento? ¿En qué matriz me estableceré?

¿Pero quién, o qué, es Puruṣa?

Puruṣa no es un objeto, es un ser vivo, y por tanto sería más respetuoso preguntar quién es Puruṣa; igual que cada una de nosotras no es algo, sino alguien. Puruṣa es una palabra sánscrita que se puede traducir como la luz, primordial, que está en todo. Pero no es una luz, como la entendemos, o vemos, porque Puruṣa existía antes de que existieran los sentidos. Estaba sola en el universo. Su pregunta, ¿dónde me moveré, cómo, y en qué matriz me estableceré?, reverberó como ondas de sonido. Y a partir de entonces, todo lo que había era sonido. Así fue creado el sentido del oído. 

La fricción, o resonancia, entre las ondas de sonido se fue intensificando hasta el punto de poder mover corrientes de energía por el infinito que acababa de ser creado. Así se formaron el viento y el sentido del tacto. 

La fricción que causaban las corrientes de ondas energéticas al cruzarse y enroscarse una con otra produjo calor ascendente hasta hacer aparecer un destello en el universo. La primera llama de fuego, y con ella la luz, y el sentido de la vista. 

El calor del fuego separó corrientes más cálidas de otras más frías y densas. Así se separó el aire del agua, y con el nueve elemento líquido apareció el sabor, y el sentido del gusto. 

En el fondo de aquellas aguas primordiales se fueron agrupando las partículas más pesadas. Así se formó la tierra, y cuando la tierra surgió a la superficie trajo los aromas, y con ellos el sentido del olfato.  Así Puruṣa, quien no se puede comprender con la mente, o percibir con los sentidos, se convirtió en los cinco elementos. Desde entonces los oídos se alimentan de sonido, que convierten en luz, los ojos se alimentan de colores, que convierten en sensaciones táctiles; la piel se alimenta de contacto -con el viento, u otras pieles- y lo convierte en emociones; la nariz se alimenta de aromas que convierte en sabores y la lengua se alimenta de materia, que convierte en sangre. 

De la unión de sangre y semen nace un nuevo embrión, en el que se desarrolla una columna vertebral y una consciencia individual: Con el pensamiento “este soy yo” aparece el sentido de la mente: la identificación con la rueda de emociones que se suceden una a otra.

A partir del séptimo mes de embarazo el embrión empieza a meditar en la sílaba Om, el sonido de la vibración cósmica original; la primera pregunta de Puruṣa, que se responde con el mismo existir. 

En el noveno mes el feto recuerda miles de vidas pasadas. Recuerda todos los alimentos que ha tomado, la cantidad de madres que ha tenido y los pechos de los que ha mamado. 

-Cuando salga tomaré refugio en una práctica espiritual – piensa el feto en el útero -Cuando salga me refugiaré en la vía de la liberación; en Maheshvara, Narayana, Allah, Mahadevi, Jesús, el gran espíritu o el máximo bien común. No importa cómo lo llamemos ahora, pero el feto entiende en qué está pensando, porque está meditando en su sonido original.

Pero cuando pasa por el canal del nacimiento el cuerpo queda atravesado, capa a capa, por māyā, la red de la ilusión del frío y el calor, el dolor y el placer, el perseguir o rechazar… Entonces el recién nacido olvida su propósito. Durante su vida buscará fuera, en el bosque de las posibilidades que le ofrezca el mundo. Buscará dentro, en el laberinto interior de los recuerdos y las interpretaciones. Y a veces, por instantes, encontrará. La respiración de la madre, como un bebé dormido sobre el pecho de su padre. Sus pulmones respirarán el aire del planeta mientras descansa sobre su seno. 

-Créeme, te amo – nos dice un voz sin voz. -No me conoces del todo, pero soy el universo. Yo soy la comprensión, la tolerancia, compasión y la verdad. Lo que se ve y lo que no se ve, son mis expresiones.  Miedo y valentía, violencia y ecuanimidad, son también mis formas.  Igual que la flor no puede quedarse su aroma para sí misma, así emana su manera de ser cada una de las partículas del universo; cada uno de sus fenómenos. Los seres sensibles y los insensibles, los minerales, la luna y las estrellas, tienen su propio sabor; su aroma, su luz.

Así Puruṣa, quien es la semilla original, y a su vez el útero que contiene todos los elementos, se mueve y renace de madre en madre.  Pero todo esto solo son palabras. Una manera de decir. Las palabras pasarán y se desvanecerán en el tiempo. La realidad prevalecerá. 

Texto basado en el texto esotérico Garbha Upanishad y el capítulo de la Bhagavad Gita, incluido en el gran Mahabharata.

¿Qué nos diferencia?

La diferencia entre idiomas puede ser una barrera difícil de atravesar. Responder una llamada telefónica a quien habla un idioma que no conocemos es una tarea difícil de ejecutar, a menos que la persona al otro lado solo necesite que alguien la calme, o la haga reír, para lo cual el tono de voz, o la mera escucha, sería suficiente. La diferencia lingüística es algo palpable cuando comparamos lenguas muy lejanas entre sí, pero también es posible que como humanos no siempre le hayamos dado la misma importancia a esta cuestión. Folkloristas y etnógrafos como Joan Amades  recogieron a fines del siglo XIX y principios del XX testimonio de no solo diferencias léxicas y dialectales importantes desaparecidas entre poblaciones de Catalunya, sino incluso de idiomas propios de comunidades relacionadas con ciertos barrios de Barcelona (trinxeraires) o comunidades, hoy aparentemente extintas, que vivían en el interior de los bosques y tenían la mínima relación con los aldeanos (Patots). Herencia de una era en la que la diferencia lingüística no era tan importante como lo podía ser la religiosa. Porque es con la expansión y coagulación del nacionalismo como cosmovisión compartida que la religión se fue volviendo un afer personal, cosa de cada uno, y aumentó la importancia que damos a la diferencia entre lenguas oficiales, incluso entre países que hablan lenguas suficientemente cercanas como para poderse entender, con un poco de voluntad, como puedan ser Portugal, España, Francia o Italia. Pero quizá no siempre fue así. En tiempos anteriores a la modernidad, y al nacionalismo, la transición entre idiomas era más progresiva y alrededor de cada frontera se hablaban idiomas comunes. La diferencia entre grupos era más bien religiosa. Entre miembros de una misma religión, usaran el dialecto o idioma que usaran, uno sentía que sabía cómo actuar, a diferencia de los miembros de religiones distintas, que podían tener costumbres incomprensibles o intraducibles. Desde fines del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX cristalizó en el mundo moderno una nueva cosmogonía que basa las diferencias en lo cultural, más que lo religioso. Según esta nueva manera de ver, si hay algo que nos pueda alejar del otro es su “manera de vivir el día a día”, siendo el idioma la expresión de una serie de costumbres, una ética y unos valores determinados. Y uno de los pilares sobre los que fue desarrollada esta cosmovisión fue la creencia en una diferencia esencial entre la tradición semita y la indoeuropea. De nuevo, el punto de separación no fue necesariamente la religión, sino el idioma. Las etimologías de las palabras indoeuropeas, de las que derivan las familias lingüísticas del griego, latín, sánscrito, o lenguas germánicas, tienen una esencia común (derivada del origen cultural-lingüístico compartido) que es de raíz diferente de las culturas que puedan estar ligadas a los idiomas que derivan de raíces etimológicas semitas (como el hebreo, árabe o arameo). Es una idea que no se airea con el mismo entusiasmo hoy que antes de la segunda guerra mundial, pero se puede encontrar todavía en las aguas profundas de la islamofobia contemporánea, por ejemplo. Al inicio de este octavo año de Respirar el Mahābhārata propuse comparar la versión original sánscrita de la Bhagavad Gita, el canto más conocido del Mahābhārata, con su traducción hebrea, buscando indagar en este axioma seminconsciente que es la diferencia entre la concepción hebrea y sánscrita. Pero en las últimas entradas he escrito sobre otros aspectos del Mahābhārata porque llegué a la duda de si el parecido y la diferencia no están más que en la mirada. De esto iba la entrada que publiqué sobre el origen del lenguaje, aunque dando un rodeo. Dado que todo es único, i cada partícula del universo es irrepetible, podremos encontrar diferencias allí donde queramos mirar, y hacer clasificaciones de todas, ordenándolas en casillas y columnas, añadiendo datos generación tras generación. Esto no es en sí nada nocivo, sirve propósitos determinados que pueden ser útiles en su contexto. Pero no es la búsqueda de Respirar el Mahābhārata. Y, a su vez, buscar la comunión entre las diferencias es, igualmente, un propósito auto satisfactorio: dado que cada elemento del universo es único, si queremos encontrar puntos en común entre ellos siempre los podremos encontrar, en la universalidad de le experiencia cósmica. Una búsqueda no anula la otra. Las diferencias no anulan lo común, sino que coexisten con ello. Algo que nos une como humanos es el tono y la respiración. Su lenguaje es transcultural. Y si el objetivo de Respirar el Mahābhārata es desarrollar y proponer la narración del trauma compartido de la humanidad, el trauma de la pérdida y la separación, en un lenguaje que sane las heridas en lugar de empeorarlas, la narración debería aspirar a calmar, profundizar y armonizar la respiración del oyente. Y los escritos de este blog apuntarían al mismo aspecto mediante la palabra escrita. En el verso 10.34 de la Bhagavad Gita Krishna dice que entre las cualidades femeninas (nāriņi) él es el origen de todo, y es Vac, la palabra sagrada, aspecto de la diosa, y Śrī, que el traductor al hebreo traduce por tif’eret, una palabra que significa esplendor, o “espectacular”, pero en el judaísmo esotérico está también relacionada con la emanación de belleza del aspecto femenino de la divinidad (shechiná).  Porque Krishna es dios y dios es mujer. O, mejor dicho, esto no lo dice literalmente, pero las cualidades que enumera en este verso como propias son las cualidades de la diosa, de la presencia femenina universal: Śrī. Dios puede ser mujer, o puede ser hombre, dependiendo de cómo lo queramos mirar. O puede ser los dos. O no existe, pero el hombre y la mujer sí. O tampoco. La cuestión es, ¿queremos separar o queremos unir? ¿Cómo se equilibra el discernimiento con la comprensión? ¿Qué diferencia hay entre el hombre y la mujer? Probemos con esta temática como hilo conductor: No puede haber reproducción sin esta diferencia, y sin embargo somos uno en la experiencia humana. ¿Cómo cambia nuestra respiración cuando recordamos que dios es hombre y mujer a la vez? Memoria, inteligencia, palabra, fama, firmeza, paciencia y esplendor, cualidades femeninas que sostiene a todos los seres; al guerrero más temido, al árbol más fornido, así como al brote más tierno, y también los cuerpos celestes. Porque son cualidades que hacen circular la vida por el planeta, generación tras generación, más allá de las despedidas y los olvidos. Antes de partir ya somos semilla en un óvulo, sol en el cielo y fuego en el agua.  

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