Aquí continuo el hilo que empezó hace dos entradas, que viene a responder la pregunta de ¿cuán reales son las historias del Mahābhārata?
En una entrada llamada La diferencia entre signo y símbolo respondí indirectamente la pregunta de si las narraciones simbólicas como el Mahābhārata hablan de otra cosa de la que parece que hablan. Si son, por ejemplo, alegorías o moralejas profundas. Y argumenté al respeto que no, que las historias del Mahābhārata hablan de lo que parece que hablan, porque son relatos simbólicos y el símbolo alude, sobre todo, a sí mismo.
Esa entrada llevó a la pregunta de si se puede interpretar el Mahābhārata, y en ese caso argumenté que sí, porque el símbolo es una fuente de creatividad que irradia diferentes lecturas, y maneras nuevas de comprenderlo. Pero ese último argumento dejó pendiente algo importante:
Decir que el símbolo es una fuente de creatividad puede dar a entender que el lector sea una entidad, un “yo”, que observa el símbolo y se deja inspirar por él. Como si los símbolos fueran objetos externos, o ventanas que uno abre con la mente. Pero falta tener en cuenta que el lector, “nosotros”, también somos una constelación de símbolos.
¿Qué define al oyente del Mahābhārata, o a todo lector de símbolos? ¿Qué es aquello que reconoce al símbolo cuando lo ve? El ojo, que es un símbolo, como el sol. El oído, que reacciona al sonido, igual que el líquido que llena nuestros cuerpos. La mente. El bosque de la imaginación. El discernimiento. Las sensaciones. Los recuerdos.
Un símbolo resuena con una red de asociaciones que son también simbólicas. Resuena con la idea que tenemos del mundo, de nuestra identidad como individuos, como familia, grupo social, etnia o nación, y en relación al espacio que habitamos, a nuestros valores y a la narración que hacemos de nuestro pasado. El símbolo del sol, por ejemplo, evoca algo parecido, pero ligeramente distinto, cuando amanece entre cimas nevadas, en el desierto o en la humedad de la selva tropical. Así también mente, ojo, cavidad de la oreja, color, lugar, cuerpo, son símbolos. Somos una red de símbolos, que resuena con otros símbolos.
En el origen Prajápati, “el señor de todos los nacimientos”, se expandió – así nos lo cuentan los narradores antiguos- y Prajápati deseó. Del falo de su deseo se derramó una gota de semen. Esa gota se convirtió en una esfera gigantesca que contenía la brillante expansión cósmica (el famoso brahmán), que se expandía hacia fuera y hacia dentro de sí, siempre mutando de forma, sin detenerse ante nada. En el brahmán renació Prajápati, como oficiante del rito eterno de la realidad.
Alrededor del oficiante eterno se alineó su familia, y una de sus hijas se convirtió en la madre de los dioses brillantes: los deva. El último deva en nacer fue el sol, y el hijo del solo fue Manu, quien se dividió en hombres y mujeres para dar a luz a la humanidad.
Somos Algo que viene, hacia aquí, hacia ahora, desde el origen, en relación de dependencia con un acto creador. Sentimos deseo, tenemos dedos y orificios, como cuevas y torrentes de agua. Hemos sido gestados a partir del contacto de una gota contenida en un óvulo, contenido en un útero, cuya forma no dista tanto de la del huevo, y salimos a un mundo con un horizonte circular, bajo una bóveda celeste convexa, que observamos con un ojo redondo como el óvulo y como el sol.
No hay nada en mí, y menos en nosotros, que no sea un eco de otra cosa. Me reconozco en el mundo y reconozco al mundo en mí.
En este sentido, como eco del mundo pasado, del presente y del mundo por llegar –como eco de lo olvidado y de lo que queda por descubrir- el Mahābhārata habla de lo real: de las cosas tal como se vienen desplegando.