Entre todas las cosas sorprendentes que existen sobre la faz del azulado planeta que nos acoge existe una persona que nació en el estado indio de Gujarat, en el oeste de este país, y ha llegado caminando al estado de Tamil Nadú. Solo hace falta googlear un mapa de la India un momento para entender que pasa algo especial con este hombre. Él me ha dicho en una ocasión que sus maestros son el sol y los árboles; a ellos los escucha y al sol lo mira directamente; a causa de una anomalía en los ojos, desde niño tiene la capacidad de mirar directamente al sol sin hacerse daño. Su apellido es también Vyasa. Es decir, su familia desciende del mítico compositor del Mahabharata.
Siempre va de blanco. Usa turbante, ropa y sandalias blancas. La barba que tiene es larga y también blanca.
El día que lo conocí pasamos horas juntos. Nos reunimos al mediodía y sin darnos cuenta el sol se fue escondiendo bajo el horizonte. Estábamos sentados bajo el cielo, rodeados de bosque y sin luz artificial. Se hacía de noche pero seguíamos en el mismo lugar, la conversación pausada pero intensa y a medida que oscurecía me parecía que sus ropas brillaban cada vez más. Compartir la tarde con un descendiente de Vyasa no es poca cosa para mí. Además fue él quien, mirándome fijamente, me dijo: «creo que ya es hora de que conozcas a Hanuman».
La seriedad con la que lo dijo me produjo escalofríos. Entendí al instante que no estaba hablando en sentido alegórico y no valía la pena buscar una explicación racional a lo que me decía.
Asentí.
Cuando fui invitado por primera vez al templo de Hanuman no pensé que tendría el honor de verlo, pero pasó. Mientras estaba contando el Ramayana, en inglés -con un traductor a mi lado que volvía a contar en Tamil las partes del Ramayana que yo recuperaba-, empecé a notar que el sacerdote ya no era el sacerdote. Su cuerpo empezó a balancearse siguiendo un ritmo que recordaba más bien el de los monos. Se apoyaba en el suelo con los brazos estirados, como lo hacen los gorilas, y sus ojos ganaron un brillo hipnótico, juguetón, alegre, profundo e inteligente. El traductor me susurró de repente al oído: «cuida lo que cuentas porque Hanuman está aquí». Después los tambores aceleraron su latido, aumentó el volumen, Hanuman se levantó, rezó con voz atronadora, levantó una pesada maza que tenía preparada y se puso a bramar en Tamil y Sánscrito.
-Te está llamando- me dijo el traductor.
Yo me levanté y sentí que aquello no era un juego y que no estaba en condiciones de ponerme cínico. Me arrodillé, renuncié al sentido común y me entregué a la experiencia.
Sentí la mano de Hanuman sobre la frente, y escuché sus bendiciones. Después Hanuman se sentó y me preguntó a través del traductor una pregunta simple pero importante, sobre la que sigo reflexionando:
-Hanuman dice que ¿qué es lo que quieres?- Así de simple y así de directo me lo traducen.
Para mí es una pregunta existencial. ¿Por qué este viaje? ¿Por qué esta atracción por las historias sagradas? ¿Por qué son tan importantes para mí?
Lo que le contesto a Hanuman en el momento es una cosa, y el proceso interior que inicia esta pregunta, en aquel lugar, y de aquella manera, es otra muy diferente.
Pero lo que me choca, sin embargo, es el día después. Cuando yo sigo pletórico por lo que me parece un evento que sobrepasa todas las expectativas que puedo haber puesto en este proyecto, me reúno con amigos que presenciaron todo el ritual y me encuentro con devoluciones sorprendentes:
-Yo entiendo que para ti todo esto sea importante pero yo, la verdad, si supiéramos que veníamos a esto, no venía. Yo fui para escucharte contar historias, no para ver todo el show del sacerdote.
-Para mí esto no es espiritualidad, esta parte de la India no me interesa.
-A mí ayer me gustó, pero me sobró un poco la parte del “recreo Hanuman”. Hubiera preferido escuchar más historias.
Me siento como en un aterrizaje forzado, al límite de estrellarme. Como si me hubieran borrado todas las estrellas del cielo de un manotazo. ¿Es que no vieron a Hanuman?
Y me vuelve la pregunta, ¿qué quieres?
Quiero decir, ¿qué busco con estas historias? ¿Flipar, llegar a sensaciones especiales, tener “viajes místicos”? ¿Es esto lo que importa?
Al cabo de unos días el chico que hizo de traductor la noche que vi a Hanuman, que resulta ser el hijo del hombre que lo canaliza, me lleva en moto a ver otro templo de Hanuman cerca de la región. Es un templo especial que guarda una piedra flotante. Cuando Sita, la encarnación femenina de Dios, fue secuestrada y escondida en la isla de Lanka, para ayudar a Rama, el avatar masculino de Dios y marido de Sita, los animales del bosque construyeron un puente gigante que conectó el continente indio con Lanka. El puente fue diseñado por Nala, uno de los monos, o Vanaras, compañeros de Hanuman, y fue construido por piedras que flotaban sobre el agua gracias a cierta manipulación avanzada de la materia que Nala conocía y efectuaba por mediación del nombre sagrado de Rama. El templo al que nos dirigimos en la moto guarda una de estas piedras, un trozo de roca que pesa 120 kilos y flota en una fuente de agua.
Mi expectativa, mientras siento en la cara el viento fresco y cargado de mosquitos, es mayor. Pero a la vez me pregunto de nuevo cual es mi verdadero propósito y qué es lo que busco en este templo. Si veo una piedra que flota, ¿en qué cambia mi relación con el Ramayana y las historias sagradas? ¿Qué me demuestra este tipo de prueba? Primero, sea lo que sea lo que vea, y vi, efectivamente, siempre puede ser un engaño. Segundo, el significado profundo de las historias sagradas en mi corazón no necesita apoyarse en ninguna prueba física que al fin y al cabo está basada en una percepción de mis sentidos.
Esta cuestión me hace recordar el encuentro del sabio Markandeya con Vishnu, o Dios, cuando Vishnu, en forma de niño, levantó a Markandeya con dos dedos y se lo tragó. No es que Vishnu creciera, o encogiera a Markandeya, simplemente hizo que cambiara su percepción de las medidas. Dentro del cuerpo de Vishnu, Markandeya se sentía muy en paz y veía todas las cualidades de la naturaleza bailar ante él. Las direcciones, las formas, los colores, toda la realidad estaba allí, lejos y cerca. Sus oídos escuchaban todos los sonidos posibles juntos, en una armoniosa vibración repetitiva, en la que Markandeya comenzó a reconocer la recitación cíclica de las palabras Sah Aham, Sah Aham, Sah Sham… “eso soy yo”, en sánscrito. Poco a poco, la repetición de las mismas palabras comenzó a amalgamarse y se dice que a Markandeya le pareció escuchar también Hamsa, Hamsa, Hamsa… Hamsa es el ave sagrada, símbolo del alma y la liberación, que algunos diccionarios traducen como cisne y otros como ganso.
Cisnes, gansos o almas liberadas, engaños, trucos baratos, piedras flotantes, dioses, sacerdotes en trance, motocicletas, vacas y el olor del viento… todo esto importa como todo, pero lo que más me importa es que la noche en la que conté el Ramayana en el templo de Hanuman todos nos entendimos. Nos reunimos indios tamiles, indios de Gujarat y Rajastán, argentinos, dos alemanas y un catalán nacido en Israel, más la presencia de un avatar divino, y todos estábamos unidos. Nos mirábamos y nos reconocíamos, porque las historias sagradas hacen esto.
Cuando se comparten las historias sagradas no importa qué tipo de personas las escuchan, ni de dónde vienen, todos no las entienden de la misma manera. Son historias que sobrepasan nuestra inteligencia y hacen que nos encontremos en otro plano, con la mirada amplificada y a la vez humilde de reconocer nuestra mutua humanidad. Esto es el camino de la paz y es lo que busco, esta fue mi respuesta a Hanuman.