El duelo que estamos asumiendo

Cuando nació lo llamaron Gángeya: “hijo del Ganges”; que también podríamos traducir por “el que es del Ganges”. Porque Gángeya “fluyó”, como quien dice, a este mundo, desde el Ganges.

El Ganges, además de ser un río, es una corriente estrellada de aliento vital que vivifica todos los mundos. Es la vía láctea. El Ganges, cuando quiere, nace en este mundo con la forma de la diosa. O en forma de mujer, si es que hay alguna diferencia.

Y la diosa mujer Ganges parió un hijo, a quien llamaron Gángeya, y este hijo tenía un conocimiento innato del funcionamiento externo e interno del mundo. Como hijo de la diosa, conocía el lenguaje silencioso de las piedras y los secretos de la reproducción celular. Gángeya podía hablar tanto con su propia sangre como con el viento. Podía manifestar sueños y sentir las estrellas más lejanas. Y en lo externo, Gángeya conocía las costumbres humanas, las leyes y los procesos que articulan la política. Pero, sobre todo, Gángeya comprendió el poder y la importancia de la palabra.

Cuando su padre terrenal, el rey Shantanu, se enamoró de una pescadora que olía a flores, Gángeya renunció al reino y a tener descendencia; para dar lugar en la corte a la pescadora, y al linaje que de ella nacería. Desde entonces a Gángeya se le pasó a llamar Bhishma, “el terrible” – porque todos los mundos temblaron cuando hizo su voto.

Su madre, el Ganges, se había difuminado de vuelta al cielo, y su padre, el rey, estaba ocupado con su nueva familia. Bhishma se quedó solo, ofreciendo ceremonias a las aguas del río Ganges, y reflexionando sobre la política del reino.

Bhishma se convirtió en consejero, y general de las tropas. Se convirtió en una presencia energética en la corte; temida, honrada, pero no necesariamente escuchada. Sus consejos eran cuestionados, o directamente ignorados.

Así es como Bhishma no pudo evitar aquella guerra que todos recordamos de una u otra manera. A pesar de su presencia imponente en la corte, Bhishma no pudo evitar la guerra que desintegró su mundo.

Por lealtad, y por el peso de su palabra, Bhishma se vio involucrado en la guerra civil, y luchó junto al lado en el que él no creía. Por lealtad al reino y a las normas. Por lealtad a la palabra que había dado.

Gángeya hizo la promesa de no tocar nunca a una mujer, y pasó a llamarse Bhishma, el terrible. Por esa razón sus contrincantes mandaron contra él una mujer. No cualquier mujer sino su némesis: la mujer que había jurado vencerlo en una vida anterior. Y protegiendo el avance de la que iba a hacer caer a Bhishma en el campo de batalla estaba Árjuna, el discípulo favorito, bisnieto de la pescadora, quien avanzaba por el campo de batalla como un torbellino de muerte.

Bhishma, el hijo del Ganges, entendió que no podía ganar, y se rindió. Dejó que las flechas enemigas entraran en él como el frío en el cuerpo y cayó al suelo sobre una cama de flechas. Todavía estaba vivo, porque Bhishma podía morir solo cuando él lo decidiera, pero había abandonado la lucha.

Y todavía queda mucho que hablar de Bhishma, porque toda la tercera parte del Mahābhārata narra el discurso que él hizo clavado en el suelo, sobre su cama de flechas, después de la batalla, antes de dejar que su aliento vital volviera al cielo. Pero es importante parar hoy la narración de este voto de 12 años para nombrar a Bhishma. Porque con él murió un mundo; una manera de hacer. Terminó una era, con su muerte, y estos siglos en los que nos ha tocado vivir son una transición entre la memoria de aquella manera antigua de hacer, entre ese recuerdo que se difumina, y la aceptación y comprensión de lo nuevo, de lo que nos toca asumir ahora. Hace siglos y milenios que estamos asumiendo, juntos, la muerte de Bhishma, y cuando completemos este duelo podremos comprender lo que nos toca hacer ahora.

¿Qué es Kali Yuga?

¿Por qué son las cosas como son?, y ¿qué hacemos aquí?, son preguntas que nos hemos hecho algún momento. A veces, también, ¿de dónde venimos?, pero esta última pregunta nos la solemos hacer con la intención de aclarar la primera: ¿Por qué son las cosas como son, o cómo hemos llegado hasta aquí? Porque habrá personas que estén plenamente satisfechas con el funcionamiento del mundo, supongo, pero yo no las conozco. Yo, y toda la gente que conozco, compartimos la opinión de que el mundo es peligroso, y a la vez está en peligro. No es necesario entrar en más detalles, creo que se entiende a lo que me refiero.

Una posible respuesta a la cuestión de por qué son las cosas como son, es la de culpar a los demás: El mundo, ahí fuera, es cruel. Ellos, “los otros”, son corruptos e inconscientes; incluso malvados. Por esto las cosas son como son. Si hubiera más gente como nosotros iría todo mejor.

Otra posible respuesta es culparse a uno mismo: No es que el mundo esté mal, sino que soy yo quien no sabe lidiar con él. Además de no tener suerte, tomo malas elecciones, soy débil, corto de vistas y, en general, insuficiente.

Pero otra manera de ver esta misma cuestión es la que se incluye en el relato iniciático llamado Mahābhārata:

El Mahābhārata habla de una gran guerra, y de todo lo que pasó en el universo para gestar esa guerra. Se trata de una guerra que comenzó a prepararse desde el origen de los tiempos, pero quienes la llevaron a cabo fueron los herederos de una misma familia. Primos. Los cien hijos del rey Dhritarashtra, y los cinco hijos del hermano del rey Dhritarashtra, el rey Pandu. Los herederos de un mismo linaje, pero hijos de dos reyes distintos, se fueron desencontrando, y complicando, hasta acabar enmarañados en una guerra que involucró a todos los reinos de la tierra.

Uno de los movimientos políticos previos a la mencionada guerra consistió en que los hijos del rey Dhritarashtra consiguieran exiliar a sus enemigos, los hijos del rey Pandu. En su exilio, que se volvió un peregrinaje por bosques sagrados, los Pandava (hijos de Pandu) se encontraron con un sabio anciano como el universo, de nombre Markandeya.

Markandeya es anciano como el universo porque su consciencia sobrevive a todos los ciclos de creación y destrucción universales. Markandeya vio ocurrir el Big Bang, y todo lo que pasó antes. Y Markandeya les explica a los Pandava:

El mundo está bien, y está mal, dependiendo de la época. Cuando es creado, el mundo es perfecto; en la tierra a nadie le falta nada, no hay depredadores y nadie miente. Después el mundo decae, y aparece la mentira. A continuación, llega la confusión, que al final deriva en el caos. Pero del caos renace un mundo perfecto, y vuelta a empezar.

En total, son cuatro las eras que se suceden, una y otra vez. Cada era se llama yuga. La era perfecta se llama Satya Yuga: “la era de la verdad”. La era siguiente se llama treta yuga: “la tercera era”, y la siguiente dvapara yuga: la segunda era. Esa es la era en la que vivieron los Pandava.

Pero se acerca una guerra – les advirtió Markandeya a los Pandava –y esta guerra va a terminar con todo lo que conocemos. Lo que vendrá después es Kali Yuga: “la era perdedora, la de la tirada “Kali”, o “única”, que es la que trae la derrota en los juegos de azar.

En Kali Yuga la gente contratará a otros para que hagan los sacrificios y donativos por ellos. Pagarán a otros para que pasen austeridades por ellos. La gente olvidará sus ancestros y comerá cualquier cosa. Los reyes reinarán apoyándose en la falsedad y la maldad, recurrirán a falsas promesas para controlar el reino. Nadie vivirá de su talento, la gente vivirá poco y con salud débil. El campo estará vacío, abandonado, y lleno de depredadores. Cuando se acerque el fin de esa era, los estudios espirituales no servirán de nada. Las plantas perderán su fragancia, las vacas darán poca leche. Los sacerdotes, devorados por la avaricia, invocarán falsamente a la religión, y aceptarán regalos de reyes que matan a otros sacerdotes y hacen falsas acusaciones. Por miedo al peso de los impuestos abusivos, los propietarios se volverán ladrones. Aquellos que practiquen el celibato se volverán avaros de riquezas. Los monasterios se llenarán de gente malvada que vivirá del alimento de otros. La injusticia será próspera y los que sean rectos vivirán poco y en la pobreza. Habiendo acumulado un poco, la gente ya se volverá insolente. La gente se quedará con riquezas que les han sido prestadas. Los jóvenes actuarán como viejos y los viejos cometerán errores de jóvenes. Dejarán de caer las lluvias y las semillas no darán fruto.

Esto, según Markandeya, será Kali Yuga. Esto, dicen, les contó Markandeya a los Pandava. Después llegó la guerra temida, y al final de la guerra la destrucción fue tal, que del bando de los hijos del rey Dhritarashtra solo sobrevivieron cuatro guerreros. El líder, Duryodhana, y tres generales. El resto murió. No huyó nadie, ni nadie se quedó sin luchar, ni al margen del campo de batalla. Los miles y miles de guerreros que se alinearon en aquel bando murieron.  

Entonces Duryodhana, el perdedor de la guerra, se escondió dentro de un lago. Duryodhana entró en un lago, y con sus poderes místicos cuajó sus aguas y las conviertió en tierra firme, quedando él atrapado, y escondido, en si interior. Había perdido, pero Duryodhana no quería dar a sus enemigos el placer de poderse vengar. Por lo menos iba a apartar de ellos la oportunidad de atraparlo y hacer justicia.

Pero al tiempo pasaron por el lugar unos cazadores que hacían aquella ruta cada mañana, para vender carne a los soldados del campamento de los Pandava.

Los cazadores se sorprendieron cuando vieron al lago que conocían convertido en tierra, y más aún, cuando escucharon los mantra que cantaba Duryodhana desde las profundidades.

Este es el rey que tanto buscan nuestros clientes. Para qué venderles carne por unas pocas monedas. Pidámosles una recompensa generosa por delatar el paradero de su enemigo.

Y con ese gesto, podemos decir, se sintetiza Kali Yuga. Es un gesto que sirve de resumen a toda la exposición de Markandeya.

Markandeya les contó a los Pandava que la guerra que no iban a poder evitar, contra sus primos, iba a significar el fin de la era en la que vivían, y el inicio de Kali Yuga. La actitud de esos cazadores sintetiza esta explicación: Cuando, en medio de una guerra de esa crueldad, lo único que le importa a alguien es aprovechar la trágica situación para sacar un beneficio económico personal, nos reconocemos. Reconocemos este mundo en el que vivimos. La heroicidad del Mahābhārata, la sinceridad y la constancia, nos parecen cualidades “míticas”, propias de los relatos idealistas, simbólicos o alegóricos de antaño. La avaricia ruin y cobarde nos parece real como la vida misma. Porque aquí está nuestra herida abierta y esta es una de las razones por las que digo que el Mahābhārata es un relato iniciático.

La herida, es la separación del mundo. El pensar que el mundo es ajeno a nosotros, como algo que nos rodea. Así pensamos que podemos tener una cosa en la cabeza pero decir otra, o que acumulando más de lo que nos pertenece podremos engañar al mundo, o “ganar la partida”. Pero el mundo somos nosotros, y nosotros somos el mundo. El Mahābhārata es un relato de lo que pasó (en sánscrito, entra en la categoría de itihasa: relatos de “lo que pasó”), pero al hablar de procesos cíclicos, está aludiendo también a lo que pasa ahora. El Mahābhārata está basado en las historias que un sabio oyó, a su maestro, en un ritual, al inicio de esta era. Al inicio de esta Kali Yuga en la que vivimos. Las historias del Mahābhārata nos ayudan a entender de dónde venimos, para comprender por qué las cosas son como son. La propuesta del Mahābhārata es que estamos de transición. Entre lo peor, y lo mejor. Entre Kali, y Satya Yuga. Y así llegamos a la tercera pregunta: ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué podemos hacer, o qué mundo elegimos? Porque el nombre Satya Yuga, la era de la verdad, es claro como el agua: Para salir del laberinto de la confusión, y vivir en la era de la verdad, es suficiente seguir el hilo de la sinceridad.

La búsqueda de lo real

Allí fuera hay un mundo objetivo: el de todas las cosas iluminadas por los rayos del sol. Allí fuera, una pared es una pared y el fuego quema. Allí fuera, está el cosmos, desplegándose hacia las entrañas del infinito. Y aquí dentro, hay un mundo interior: tiene formas y nombres, pero sus paredes son maleables y su fuego nunca quema. Entre el infinito y lo objetivo, hay un mesocosmos que enlaza todas las posibilidades: es el lugar donde las formas brillantes que danzan sobre un tronco se llaman fuego, y este fuego es un dios, que enlaza el tronco seco con la respiración de nuestro cuerpo, y con en el sol, y el ritual, y la poesía.

El ser humano se mueve y se desplaza por y mediante este mesocosmos. Gracias al mundo intermedio reconocemos el espacio que nos rodea; reconocemos nuestra relación con nuestro hogar. Porque nuestro hogar es un lugar físico y otro lugar interior. Mediante el mesocosmos reconocemos nuestra relación con nuestra aldea, nuestra familia, nuestra raza y el planeta.

Pero en el mundo intermedio uno se puede perder, dando vueltas alrededor de los propios pensamientos. Porque la dirección aquí no se encuentra con la mente, ni ninguno de los sentidos, sino mediante la acción. La acción desinteresada, la entrega, es la guía para ir reconociendo el pulso vital que nos llama a atravesar las aguas fantasmales en las que se diluye el tiempo, y en él todas las formas del mundo objetivo.

Mahābhārata, es el nombre de una gran historia, que habla de cómo encontrar esta dirección. Para hacerlo, el Mahābhārata nos cuenta la historia de aquellos que vivieron antes que nosotros; la humanidad anterior:

El Mahābhārata nos habla de un mundo en el que las cosas eran distintas, y nos habla de cómo murieron los héroes (kshatriya) que defendían al mundo de bandidos. Nos habla, el Mahābhārata, de una humanidad que conoció a los reyes (kshatriya), aquellos seres que vivían por hacer lo correcto y proteger la justicia. Pero, dice el Mahābhārata, que llegó una era misteriosa y oscura en la que los Kshatriya se convirtieron en una carga demasiado pesada. La tierra rogó por ayuda, con un plañido que fue escuchado en todos los mundos. Y nació Krishna, y su contraparte femenina Krishná: también llamada Droupadi, la oscura, nacida del fuego. Entre los dos se encargaron de que murieran todos los hombres kshatriya, en una guerra total, que quedó narrada en los cantos del Mahābhārata.

Este gran canto iniciático que se llama Mahābhārata es lo que estoy narrando en doce años. Dejándome transformar por el Mahābhārata, entregándole la mayor parte de mi tiempo y mis pensamientos entre el 2016 y el 2028. Y este sexto año se lo dedico a Krishna, porque es el centro del Mahābhārata, junto a Krishná. Porque el Mahābhārata dice que allí donde está Krishna está la victoria (jaya). Solo que, si Krishna y Krishná fueron quienes destruyeron a los Kshatriya, ¿a qué tipo de victoria se refiere el Mahābhārata?

Cuando Krishná (Krishnā), instiga a sus cinco maridos como fuego en sus entrañas; cuando los insta a ir a la guerra contra sus primos, en nombre de la justicia, y la venganza, ella sabe que esa guerra que está avivando será la destrucción de todos. Y cuando en medio de la batalla Arjuna, quien fue el más poderoso entre los kshatriya, sintió que no debería participar de esa guerra corrupta, Krishna lo animó a hacerlo, aun sabiendo que esa guerra significará la desintegración de todos los clanes. Y cuando, al final de esa guerra terrible, Krishna animó al héroe Bhima a luchar de manera deshonesta, y ganar con un golpe bajo el último duelo de la batalla, sabía que se ganaría una maldición. Y esa maldición fue la que lo destruyó a él, a Krishna, y a todo su linaje. En la próxima entrada explicaré mejor este fragmento, que todavía no ha aparecido en el blog, sobre la muerte de Krishna y algunos de los sucesos que llevana ella; pero lo que importa ahora es que eso era precisamente lo que Krishna buscaba. Krishna provocó su muerte, y la de su linaje, porque también fue un guerrero, y su clan (los Vrishni) debía desaparecer como los otros.

Así, ¿cuál es la victoria de Krishna?  Porque con la desaparición de los reyes comenzó nuestra era. Ahora nadie nos protege de los bandidos. Las guerras siguen existiendo, pero ya no son batallas, sino saqueos, y el fuerte esclaviza al débil para venderlo en el matadero. Así es la era de los bandidos coronados. Pero Krishna, y Krishná, siguen existiendo. Porque ellos sostienen todas estas formas que llamamos universo; con una pequeña parte de sí mismos. En medio de la confusión, en medio del paisaje fantasmal de las fantasías y los deseos, sigue estando Krishna. Y allí donde está Krishna está la victoria. Pero para estar con Krishna, y llegar a la próxima victoria, habrá que dejar ir alguna cosa. Así como la humanidad anterior tuvo que renunciar a los héroes, para seguir a Krishna, esta humanidad nuestra tiene que renunciar a algo. ¿Qué se nos está pidiendo que renunciemos, para que comience la era siguiente?

La próxima humanidad, se cuenta en el mismo Mahābhārata, será perfecta. La humanidad que nos suceda, recuperará la era de la luz, donde todos sabrán lo que tienen que hacer, y lo harán. ¿Qué es lo que tenemos que dejar ir, para dar paso a la próxima humanidad?

Si te interesa la relación de Krishna con el mesocosmos, tal y como se describe en la Bhagavad Gita, probablemente el texto filosófico más conocido del Mahabharata, puedes seguir los encuentros que estoy haciendo sobre el tema para La estrella de la devoción, un colectivo dedicado al arte religioso contemporáneo. Los encuentros se pueden seguir en vivo o en diferido, escribiendo a: respirarelmahabharata@gmail.com

Sobre la sangre

He leído en el Mahabharata que el mundo es infinito. O esto me ha parecido entender, que el mundo existe siempre. La humanidad también. Pero la humanidad nace y muere, renace y se extingue, y vuelve a nacer. El mundo, por su lado, también. El mundo explota, se desintegra, se inunda, se quema y vuelve a brotar. Por esto no tiene fin. La muerte siempre existe y la vida también. Tiene sentido.

Levanto la cabeza y abro un momento los ojos, después los cierro y escucho el sonido que me atraviesa, y siento ese impulso en la barriga que me empuja a hacer, a respirar, a querer. Siento que existo. No sabría cómo explicarlo de otra manera. El universo existe, ahora. Y ahora es siempre.

Pero el mundo se destruye también. Lo veo. Lo sé. Sé que las personas esconden monstruos. Y una persona te puede salvar la vida. Lo sé.

Me siento como si caminara al borde de un precipicio. A cada paso veo una puerta retorcida y fea que lleva al infierno y a su vez siento que algo me llama; no sé ni qué es ni hacia dónde me atrae, pero lo siento en todo el cuerpo. El sendero por el que avanza este llamado sigue un curso que ni las almas más grandes de la tierra pueden entender. Esto también lo he leído en el Mahabharata. Y tiene sentido. Porque todos sabemos que vivimos pero ¿quién conoce las razones profundas de su vivir?¿Quién sabe, realmente, cuál es su destino y qué futuro le espera?¿Quién conoce los resultados que tendrán sus acciones?

En el Mahabharata leí, ya hace unos años, que vivimos en una era en la que nadie sabe lo que tiene que hacer. Y tiene sentido. Gastar dinero, viajar, cantar, quemar incienso, drogarme, arriesgar la vida, meditar, ayunos y excesos orgiásticos, fanatismo, cinismo, la arrogancia y la duda, ¿dónde me han llevado? Al mismo sitio. A la vida. Y esta vida sigue empujando, hacia el mismo lugar desconocido. El enigma sigue siendo el mismo.

Pero en el Mahabharata he leído, también, que hubo una era en la que quedaban en el mundo personas que sí sabían lo que se tenía que hacer. Pero esa era pasó. Aquellas grandes personas son hoy cenizas y solamente nos queda su leyenda. Y lo que catalizó la caída de aquella era mejor fue la humillación de una mujer.

Ella fue la esposa del emperador del mundo, que era justo y sincero. La llaman, en el Mahabharata, por el nombre de su linaje: Draupadi, hija del rey Drupada, o Pancali: la que viene del reino de Pancala. Cuando la leyenda quiere ser más personal la llama Krishnā, la oscura. Por el color de su piel, y quién sabe si por algo más.

Ella era todavía emperadora del mundo cuando fue arrastrada por su larga cabellera negra con tonos azulados hacia el centro de una asamblea de hombres. Vestida con una sola tela fina, manchada por su menstruación. Y aun así, parecía un león rodeado de gacelas. Su mirada era la que más miedo causaba en aquella sala.

Su esposo, el emperador, se acababa de jugar todo su reino (el mundo) en aquella misma sala, minutos antes de que la hubieran forzado a entrar. El emperador del mundo se jugó a sus hermanos, apostando, y a sí mismo. Y perdió. Después sus contrincantes le instigaron para jugarse a su esposa.

-¿Si se perdió a sí mismo, de quién era señor cuando me apostó a mí?

¿A quién perdió antes el emperador, a sí mismo o a mí? preguntó Krishnā, la oscura, hija del rey Drupada, nacida en el reino de Pancala. Y nadie supo responder con propiedad.

Hubieron voces en la sala -cuenta el Mahabharata-, idas y venidas, promesas y amenazas; y se desencadenó una guerra, como nunca se había visto. Y murió el conocimiento de lo correcto. Pero la pregunta nunca fue contestada. Sigue abierta, como un acertijo que contiene la llave a la comprensión de esta fuerza que nos sigue empujando hacia la vida. Tal vez la llave para comprender esta sangre de humillados, estafadores, santos y asesinos que corre por nuestras venas humanas.

Esta entrada, está basada en la descripción de la apuesta de Yudisthira con su tío Shakuni en  en el fragamento llamado Dyuta Parva del Mahabharata.

En este cuarto año de Respirar el Mahabharata estoy basando el desarrolla del cuarto espectáculo en el tablero del juego de Lila, que comparto en el apartado Flechas y Serpientes de este mismo blog. En cada entrada contrasto un fragmento del Mahabharata con tres casillas del tablero y después de 15 días de reflexión sobre ello comparto el escrito resultante. Así, hasta cubrir todo el tablero antes de llegar al 12 de Diciembre de 2019, cuando se estrene el cuarto capitulo de esta performance, en la sala del colectivo CRA’P. Este escrito está influenciado por una reflexión sobre las casillas 41, 43 y 19.

Esta entrada también está influenciada por el reto que me propuso Jorge Ariza, de escribir sobre la relación entre voto y espacio sagrado.

El inicio de una era

Propongo un juego:
Pongamos que todo lo que vemos, tocamos y olemos – todo lo que consumimos y todo lo que podemos producir; todo lo que llamamos mundo (con todos los lugares a los que podemos viajar) es una sola habitación en un palacio que tiene mil salas. En este palacio cada sala es igual, o más, espeluznante que esta a la que llamamos mundo.
¿Y si jugamos a que en este palacio existe un rey, que habita una sala del trono, decorada con joyas e inmensos cuencos dorados llenos de agua fresca. Cuencos que parecen espejos. Cuencos que reflejan todo, en todas partes.
Juguemos a que el palacio tiene un gran ministro, que es quien decide los nombres que tienen las cosas, y el ministro tiene cuatro hijos, que corren libres y desnudos entre todas las habitaciones y lo desordenan todo, para que otros lo vuelvan a ordenar.
Para jugar a este juego es necesario entender que hubo una ocasión, en un pasado remoto, en la que los hijos del ministro quisieron entrar a la sala del trono, en la habitación de los espejos, y los guardianes -que son dos y por esto nunca están solos- les impidieron el paso con actitud y palabras ásperas.
Los dos guardianes fueron castigados, inmediatamente, a nacer en el mundo. Porque es así como se accede a esta habitación del palacio en la que vivimos: naciendo en un cuerpo, intoxicado por el deseo, y la furia, y la locura; la locura que le causa a uno el inventar y creerse ideas falsas sobre sí mismo. El jugador que nace en este mundo en el que vivimos olvida el resto de las salas del palacio, o cree que las ha soñado y cuestiona su existencia.
Los guardianes, antes de nacer en el mundo, lloraron y se lamentaron porque no querían alejarse del rey, o la reina, y olvidar las maravillas que habían visto en la sala del trono. El rey los escuchó, se compadeció de ellos, y les prometió que nacerían solamente tres veces en el mundo y, además, el nacería junto a ellos cada vez. En cada uno de sus nacimientos los guardianes estarían obsesionados con la identidad que tomaría del rey en la tierra, y así nunca se alejarían de él. Su obsesión estaría teñida en cada nacimiento por uno de los tres venenos que tiñen la vida en la habitación del mundo: Abusarían del rey en un nacimiento, lo desearían sensualmente en otro y, en uno más, lo confundirían.
-En cada nacimiento yo os mataré personalmente -les dijo la voz del rey del palacio- y de esta manera volveréis a ocupar vuestra posición como guardianes- porque en este juego morir significa solo salir del mundo, pero nunca abandonar el palacio.
En el tercer nacimiento de los guardianes en este mundo, uno de ellos se llamó Shishupala. Estuvo presente en la ceremonia de coronación de Yudisthira (el protagonista del Mahabharata) como emperador del mundo.
En esa ceremonia se decidió ofrecer el máximo honor a Krishna, quien era el primo de Yudisthira, pero también el rey del palacio, nacido para acompañar a su guardián.
Esa decisión indignó a Shishupala:
-En esta sala hay mejores guerreros y sacerdotes más sabios.
Este Krishna no ha demostrado señales de nobleza.
Ni siquiera es rey, sino príncipe.
Oh Krishna, ¿si ves que te ofrecen honores que sabes que no mereces, por qué los aceptas? Un mundo en el que se honra a alguien como tú será un infierno. Ninguna norma tendrá sentido.-
Shishupala estaba devorado por la locura y adoptaba como realidad solo lo que podía leer en una página, pero el oficiante de la ceremonia vea el mundo de otra manera:
-Krishna sostiene todos los mundos.
Los nobles aquí reunidos le debemos todos nuestra vida a Krishna.-
En otras palabras, el oficiante reconocía las reglas del juego y comprendía que Krishna era el rey de la sala de los cuencos como espejos. Entendía que Krishna era el rey, quien había nacido para acompañar a sus guardianes en su paso por la sala del mundo.
Shishupala, confundido, dijo que no recordaba nada de aquello y que para él Krishna no era más que un don nadie. Lo que se llama un transeúnte. Nadie digno de recibir honores.
Y Krishna le cortó la cabeza a Shishupala -tal como le prometió antes de nacer- en medio de la asamblea de coronación, en la sala del mundo.
Algunos reyes murmuraron. Otros abandonaron la asamblea con indignación, y lo que se desencadenó, al cabo de unos años, fue una guerra universal.
Nosotros estamos viviendo las consecuencias de aquél cataclismo; la guerra del Mahabharata, en el mundo, que está en el palacio de las mil salas espeluznantes.
Ahora el reto del juego es entender cómo se juega. Lo estamos jugando todos, pero no todos comprendemos las reglas.
¿Quién, como y qué se gana, cuando se juega bien en este juego?

Fuentes:

Mahabharata: Shishupala-Vadha Parva

 

crisis bajo el sol

Las crisis personales, cuando no son pataletas infantiles sino momentos de interiorización y reestructuración profunda, son buenas, importantes y necesarias.

En esta entrada quiero hablar de crisis, y de la relación de la humanidad con el sol, y de lecturas simbólicas, una vez más.

Comencemos por el sol.

Hay un momento en el Mahabharata en el que los Pandava, los hermanos protagonistas de la épica, se encuentran con un Gandharva en el bosque, que los recibe en actitud belicosa.

De entrada, la situación me parece importante: Los Pandava están en el bosque, fuera de su hábitat, lejos de la ciudad que les toca gobernar como nobles. A causa de un ardid de su retorcido primo los Pandava están escapando, de incógnito, mientras el mundo cree que están muertos. La situación en sí es fronteriza; estamos en los márgenes de la realidad. Más aún cuando la huida es de noche, por necesidad, y además el ser que se planta ante los Pandava es un “bardo celeste”, un Gandharva; una suerte de guerrero astral que vive en el plano atmosférico y considera la noche, y el bosque, dominios suyos. Los Pandava, según el enfurecido gandharva, en tanto que humanos, no están respetando las fronteras del espacio que les corresponde. Esto es, la civilización y el horario diurno. Esta transgresión, según el gandharva, es una razón de peso para atacarlos y separar sus vidas de sus cuerpos.

Claro, esto es lo que el gandharva quiere llevar a cabo, pero no puede, porque entre los Pandava está el poderoso Arjuna, arquero invencible, en posesión de armas mágicas que subyugan al gandharva hasta obligarlo a arrodillarse ante los cinco hermanos y su madre.

Una vez vencido, el gandharva espera ser ejecutado por los Pandava pero estos se niegan a hacerlo. Así se forja una hermandad entre estos seres de planos distintos, que les vale a los Pandava una historia sobre los orígenes de su linaje:

En un momento del combate, el gandharva llama a Arjuna “continuador del linaje de Tapati” y cuando la batalla termina Arjuna inquiere sobre el significado de este epíteto.

Así, el gandharva comparte su conocimiento superior con los hermanos, contándoles la historia de un eslabón muy antiguo de su linaje.

Tapati, que en sánscrito es una conversión de la palabra calor en verbo, es decir algo así como “acaloramiento”, es el nombre de la hija menor del sol. Es la más bella entre todos los planos. Más bella que las diosas y más bella que las ninfas en todas sus variedades. El sol estaba preocupado de que Tapati no encontrara una pareja que estuviera a su altura, hasta que apareció el rey Samvarna. La historia no tiene ningún giro dramático, Samvarna y Tapati se encuentran, se enamoran y tienen hijos. Sus descendientes lejanos son los Pandava; ellos lo han olvidado pero el gandharva no, por esto llama a Arjuna “descendiente de Tapati”. Lo que quiero remarcar en el relato que hace el gandharva sobre el encuentro del ancestro de sangre real con la hija del sol es la descripción del momento en el que se cruzan los dos:

El rey Samvarna era un ser humano ejemplar y entregaba su energía vital a la adoración del sol sin guardarse nada. Cubría la tierra con el esplendor de su actitud igual que el sol lo hace con sus rayos. Este rey se fue a cazar, se alejó de la civilización y su caballo murió en el viaje. El rey siguió su camino a pié hasta encontrarse de repente con la que no tenía igual en los 3 mundos, la hija menor del sol. Se quedó inmóvil y pensó que la belleza que veía era la manifestación de los rayos del sol sobre la tierra. Ella se mantuvo quieta como una estatua entre las enredaderas y el rey quedó atrapado en el lazo de su perfección; pensó que sus ojos habían cumplido su objetivo en la vida.

El rey se dio cuenta de que lo que tenía delante era una apaición sobrenatural pero no se preguntó qué era lo que estaba viendo sino que se dirigió directamente a la aparición y le preguntó: “¿Quién eres? No pareces humana ni de ninguna de las razas mágicas”.

¿Quién es?, en lugar de ¿qué es?, esta es una de las claves de la mirada transcendental. Cuando miramos al sol, nos preguntamos tal vez qué es. Una bola de fuego gigante, sí, pero ¿quién es? ¿Y si nos preguntáramos eso? ¿Y si se lo preguntáramos al sol sinceramente, y nos permitiéramos escuchar de verdad? La diferencia entre qué y quién significa un cambio fundamental de actitud. ¿Y si cada vez que nos encontráramos con alguien de bruces al bajar del metro, en lugar de decidir qué es (hombre, mujer, guapo, feo, pobre, rico, chino, catalán, magrebí, delgado, alto, obeso, miope, etc.) le miráramos a los ojos y nos preguntáramos ¿quién es?

Esto que digo es muy inocente, pero es importante para mí. Tal vez forme parte de la crisis personal de la que estoy hablando. ¿Y si al comprarnos unos pantalones, en lugar de preguntarnos qué es: un pantalón feo/bonito, caro/barato, nos preguntáramos quién es?¿De dónde viene este pantalón, quién lo ha hecho, cómo, cuánto ha tardado y cómo ha llegado aquí?¿Y si nos preguntáramos quién es cada tomate?

La misticología india insiste en que la era en la que vivimos se llama Kali Yuga, la era oscura de la humanidad, caracterizada entre otras cosas por el descenso de la humanidad hacia la práctica del canibalismo. Esto parece exagerado, o lejano, a nuestra mirada obtusa de Kali Yuga. Pero cuando tratamos al mundo como materia, como un “qué”, como un objeto, nos alimentamos de cualquier cosa con creciente insensibilidad. Cuando la vida, que nos regala ese misterios ser que es el sol, se convierte en un “qué”, en un calor aprovechable, todo se vuelve comestible. La energía vital de la persona que nos hemos cruzado en el metro, la energía que vierte en limpiar casas o coser camisas, se vuelve alimento igual que el tomate o la energía que desprende el petróleo quemado. Desaparece progresivamente el intercambio justo, el regalo y la ofrenda y lo que los sustituye es el abuso de la necesidad; la “cosificación”. Por esto cuando vemos algo incomprensible en Kali Yuga nos preguntamos, en el mejor de los casos, ¿qué ha sido esto? – Una ilusión, probablemente. Y los dioses y los gandharva “¿qué son?”, supersticiones. Ya no existen.

Nuestros antepasados de Krita Yuga, cuando veían algo maravilloso se paraban a preguntarle quién era, de dónde venía y por qué se había cruzado en su camino. Por eso hablaban con los dioses.

Pero según la misticología india después de Kali Yuga volverá Krita Yuga, la era perfecta. Podemos intuirla e invocarla. Podemos aprender a preguntar quién es la realidad. Yo quiero aprender a preguntar –y cuando digo aprender a preguntar quiero decir aprender a escuchar- quién es el Mahabharata en lugar de qué es el Mahabharata. Y esta crisis que estoy pasando, se irá fundiendo en mi proceso de transformación a medida que sigo transitando el Mahabharata.

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