La hora de escuchar

Para leer este relato ¡atención!, deténgase un instante la lectura y diríjase la concentración a la nariz, a las fosas nasales, y obsérvese:

¿Hay aire que entra, o sale, por ellas? ¿Con qué intensidad? ¿Qué temperatura?

¿A qué ritmo se llenan y se vacían los pulmones?

Pregúntese:

¿Estoy dirigiendo la respiración cuando observo su funcionamiento? ¿Estoy forzando la inspiración? ¿Estoy reteniendo el aire al expirar?

Y por unos instantes más, propongo dirigirse al aire con un saludo; con un agradecimiento por sostener nuestra vida:

-Saludos, señor de la vida. Agradezco tu presencia en el mundo. Agradezco tu paso por el tiempo.

Porque el aire corre sobre los campos de la historia. Estuvo aquí cuando nació nuestra raza y cuidó de nuestra madre cuando flotábamos en sus aguas.

Antes de la historia que conocemos, el aire tuvo un hijo con una mujer terrestre: Bhima. El hermano mayor de Bhima fue el hijo del dharma, y fue proclamado emperador universal. El hermano menor del hijo del aire fue Arjuna, el mejor guerrero que la tierra haya visto luchar. Sus hermanastros fueron Nakula y Sahadeva. Gemelos. Hijos de la transición entre la luz y la oscuridad.

Los cinco se casaron con una misma mujer: Draupadi, la oscura; hija del fuego y la furia. La mujer más atractiva que su era hubiera visto, y la más peligrosa. Porque si el fuego quema, su hija también. Y eso fue lo que Draupadi explicó a su pretendiente indeseado:

-¡Atención! Yo quemo.

En las tres entradas anteriores he venido escribiendo sobre ese suceso: los cinco hermanos, más su esposa, fueron robados de su reino y exiliados. Huyendo de sus enemigos pasaron un año escondidos, usando identidades falsas. Durante un año los seis convivieron en una misma corte, fingiendo ser desconocidos y ejerciendo oficios distintos. La reina, disfrazada de concubina, ante el acoso del general del reino, avisó:

-Estoy casada con cinco gandharvas. Cinco seres celestiales incorpóreos pero poderosos como el relámpago. No los podéis ver, pero me están cuidando. Aunque lo parezca, no soy soltera. Nadie debería acercarse a mí.

Entre palabras:

-No deseéis mis llamas: quemo.

Porque el peligro no era tan etéreo como unos gandharvas, sino que sus cinco maridos estaban escondidos en la corte. Cinco guerreros, velados pero alerta. Cinco leones escondidos entre la vegetación.

Las palabras de Draupadi fueron misteriosas, pero su mensaje claro. Su pedido fue simple: que no se codiciara su sexualidad. Que se la dejara en paz. Y el general Kichaka no quiso escuchar. Insistió, a pesar de los avisos. Y murió.

Después, los familiares del general se quisieron vengar. Asumieron que el horrible asesinato del general tenía que haberse llevado a cabo por los mencionados gandharvas, y decidieron castigar a la culpable. A la concubina. A la extranjera. A la desconocida. A la seductora que había causado la muerte de su familiar.

Entonces volvió a aparecer Bhima, el hijo del viento. Cuando la reina velada ya estaba llegando a la pira en la que la querían quemar. Entre las antorchas y la noche, como un vendaval, Bhima arrancó un árbol y destrozó con su tronco a todos los familiares del general.

Al amanecer, en el lugar de la pira se encontró la decena de cadáveres.

Una vez más, la falta de escucha.

Yo quemo, dijo Draupadi.

Si el fuego quema, ¿por qué arriesgarse? ¿Por qué no escuchar?

El Mahabharata es la historia de una crisis. Es la gran historia de la crisis de la humanidad. ¿Seremos capaces de escuchar, entonces? Cuando el fuego y la tierra hablan ¿escuchamos? ¿Escuchamos al viento, y lo que nos tiene que contar? ¿Escuchamos el corazón de nuestros semejantes? ¿Escuchamos lo que nos tienen que decir? ¿Escuchamos al destino?

Es una pregunta abierta. Tal vez el Mahabharata también, como la tierra, el cielo y el fuego, nos quiere decir:

Atención.

Para.

Escucha.

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