El miedo al conflicto en nuestra humanidad compartida

Saludos a ti, que estás leyendo estas líneas. Bienvenid@ a este viaje a bordo del Mahābhārata, la historia más larga del mundo: En este escrito propongo introducir uno de los referentes menos conocidos en el Mahābhārata, Satyaki, para proponer una reflexión sobre algo que nos hace humanos, con una mención a la inteligencia artificial.

Hago un inciso antes de empezar, para remarcar que no uso la palabra “personaje” para referirme a Satyaki, porque el Mahābhārata no tiene personajes. Un personaje es la invención de uno o varios autores. Puede estar inspirado en alguien que existió realmente, pero su historia es inventada. El Mahābhārata se presenta, en cambio, como la crónica de unos hechos antiguos, pre-historicos, pre-recuerdo, pero reales. No es lo mismo habar de un personaje que de un ancestro. Aunque con el tiempo el recuerdo de lo que hizo un ancestro se puede fraccionar en versiones distintas y contradictorias no es el mismo respeto el que la situación nos impone cuando hablamos de un ancestro que cuando hablamos de un personaje inventado. Cuando hablamos del Mahābhārata hablamos de ancestros y es este tipo de respeto el que la situación pide. Aunque sin perder, por supuesto, la mirada crítica y el derecho a formarnos nuestra propia opinión de los hechos. Porque este escrito va de opiniones personales, en gran medida.

Satyaki fue un guerrero del clan de los Yadava. Un clan que tenía como capital la ciudad costera de Dvarak, cuya característica más destacable es que fue el clan en el que nació Krishna, la encarnación de la divinidad en la tierra.

Satyaki tuvo una relación especialmente cercana a Krishna. Fue discípulo especial del primo de Krishna, Arjuna, de quien se decía que era el guerrero perfecto. Antes del gran choque entre los Pandava y los Kaurava por la sucesión del imperio, Satyaki acompañó a Krishna en una misión de paz a la corte de los Kaurava. Krishna quiso probar un último intento para convencer al emperador de aceptar las condiciones de paz que le ofrecían los Pandava, y evitar así la guerra.

En aquel encuentro el emperador Duryodhana dio la orden de atar a Krishna y encarcelarlo, por el atrevimiento de pedirle que cambiara de opinión. Y entonces tuvo lugar uno de los eventos más importantes de los que relata el Mahābhārata, porque Krishna descartó su forma humana y manifestó su forma original, con brazos que llegan a todos los rincones del mundo y pies enraizados en la base de la existencia.

La mayoría de los presentes se desmayó, o no fue capaz de visionar aquella revelación, pero Satyaki fue uno de los pocos que permaneció plenamente consciente y nunca olvidó quién era realmente Krishna. Por esto, cuando Krishna se ofreció a dirigir en persona el carro del rebelde Arjuna, pero en cambio ceder el control las tropas que comandaba al déspota Duryodhana, Satyaki no acató la orden; aun siendo soldado de Krishna. A pesar de que, por acuerdo político, y por orden de Krishna, Satyaki debía luchar junto a Duryodhana, se negó a hacerlo y optó por tomar el bando de Arjuna, su maestro. El bando que era también el de Krishna, de quien sabía que era la encarnación de la divinidad. Y a esto quería yo llegar: al desacato de Satyaki, por “lealtad”. Porque siento que el Mahābhārata nos muestra aquí una de las claves de lo que nos hace humanos: La opinión personal.

Volviendo al tema de la inteligencia artificial, que mencioné en la entrada pasada, es interesante mencionar el estudio publicado por el equipo del investigador Jerry Wei, donde demuestra que uno de los defectos de la inteligencia artificial es que puede dar información falsa al usuario si intuye que esto es lo quiere oír (ver concepto sycophancy). Esto es así en lo referente a ideales políticos, pero también resultados matemáticos. Y pasa porque el programa funciona como herramienta y no expresa ninguna opinión personal. La diferencia con los humanos es que tenemos una opinión. De las opiniones nacen enfrentamientos, más o menos pacíficos. Y cuando el Mahābhārata dedica tantas páginas (un par de miles) a describir con detalle un conflicto -la guerra en la que luchó Satyaki junto a Arjuna y Krishna- leerlo se convierte en una meditación sobre el conflicto, y uno empieza a ver que el conflicto forma parte de esta humanidad compartida que somos.

Lo humano no está confinado al cuerpo de cada uno de nosotras, ni tampoco a las ideas que nuestras neuronas barajan, sino que se encuentra en el campo que compartimos: un campo externo e interno a la vez. Lo humano está en el encuentro: en el espacio físico, emocional e intelectual que compartimos, y este espacio es también la arena en la que nos enfrentamos unos a otros.

Dado que no somos herramienta, tenemos opinión y nos respondemos unos a otras. Vivir nuestra humanidad no pasa por negar nuestras opiniones, sino por encontrar el equilibrio para expresarlas sin tener que llegar a la guerra. Así nos avisa el Mahābhārata, la voz de la humanidad anterior.

Secretos y el anhelo de lo humano

En esta entrada comparto una historia del Mahābhārata que revela un secreto importante de Droupadi, relacionado con la imagen que puedes ver encima de estas líneas, para proponer una pregunta abierta sobre qué es lo que nos hace humanos en contraste con la inteligencia artificial:

En la entrada anterior compartí junto al escrito una imagen producida por una plataforma de generación de imágenes a partir de texto por inteligencia artificial. La polémica sobre el uso de la inteligencia artificial me parece profundamente relevante para los fundamentos de la propuesta de Respirar el Mahābhārata. Porque una de las motivaciones de este voto de doce años es la de indagar en la vivencia de lo humano. Y no hablo de un formato binario de pregunta-respuesta que responda “qué es lo humano” con más palabras y discurso, sino atravesar la experiencia humana mediante una propuesta (narrar el Mahābhārata en doce años) que difícilmente se puede reproducir de otra manera que no sea viviéndola.

El Mahābhārata es sorprendentemente extenso y minucioso, como texto, y doce años son suficiente tiempo como para que yo, y quienes seguís la propuesta, vayamos olvidando detalles y reencontrándonos con ellos como si fueran nuevos. Como, por ejemplo, esta semana, cuando he querido consultar los últimos capítulos del Mahābhārata y me ha sorprendido encontrar ya subrayado en lápiz lo que buscaba. Lo hice yo, pero no recuerdo muy bien cuándo. La experiencia humana en el tiempo tiene un carácter de disolución y construcción simultánea; indagar en el punto donde se encuentran estas dos tendencias es profundizar en la incógnita humana.

Humanidad son los gestos que hacemos con el cuerpo, las voces, palabras, letras y dibujos que dejamos sobre las paredes, pero hay maneras y maneras de combinarlos. La robotización, o automatización, de nuestros discursos, y nuestra manera de aprender, comienza mucho antes que la llegada de la inteligencia artificial. Porque también los humanos hemos aprendido a copiar unos de otros, y buscar repetir lo que ya ha sido definido, y etiquetado, y le ha funcionado a otro. La tendencia a buscar lo conocido para sentirse seguro ya tiene mucho de automatismo. Y no lo digo porque defienda necesariamente el uso de la inteligencia artificial para producir texto e imágenes, pero digo que en este momento histórico se nos plantea una pregunta que no es nueva, pero reaparece con más insistencia: ¿Qué es lo que no puede sustituir ninguna máquina o herramienta?

No es el cuerpo, parece, y tampoco es la mente, ni la imaginación. Probablemente tampoco la consciencia. Y sin embargo sigue aquí, lo humano, que permea y excede todos estos elementos mencionados.

Me aventuro de decir que el Mahābhārata también va de esto, de la incógnita de lo humano. Narrarlo en vivo en la era de la inteligencia artificial me parece tan anticuado como imprescindible:

Hay un fragmento del Mahābhārata en el que los Pandava se reúnen en un ashram a los pies del monte Mandara para descansar tras 12 años de peregrinaje en el exilio. Estando allí, Droupadi, la esposa de los cinco hermanos, paseando sola por los alrededores del lugar, vio un árbol de peras de agua, o Jambu, la fruta simbólica que representa este mundo [La tierra se llama Jambu Dvipa, la isla de “Jambu” o las “peras de agua”, en el Mahābhārata].

Droupadi se tentó con la jugosidad de uno de los frutos y lo cosechó del árbol, pero escuchó de repente un grito de dolor. Era el Yaksha, o espíritu emocional, que vivía en el árbol. Gritaba indignado:

-¡Esta fruta estaba reservada para un asceta, que lleva meditando doce años sin probar bocado! Justo hoy iba a terminar sus austeridades. Le estaba guardando esta fruta para que rompiera su ayuno. ¡Las consecuencias de este acto descuidado te van a perseguir donde vayas!

Estas palabras asustaron a Droupadi, quien fue a pedir ayuda a sus maridos. Quería revertir la maldición de cualquier manera.

Sahadeva, el sabio entre los Pandava e hijo de los dioses gemelos, los Ashvin, quienes enseñaron la medicina a la humanidad, sabía cómo reconectar la fruta a la rama de la que provenía, pero cuando llegaron al lugar el espíritu del árbol se negaba a recibir la fruta de vuelta.

-Esta fruta no puede volver al árbol a causa del secreto que Droupadi guarda – dijo el Yaksha. -Ella está escondiendo algo que la separa de vosotros.

Y no hace falta decir que a los Pandava no les tranquilizó el mensaje.

-Su corazón siente un amor que no os ha confesado – insistió el árbol.

Y entonces Droupadi, timida, dijo que quería enormemente a Krishna, encarnación de la divinidad sobre la tierra. Lo quería como a un hermano y a un padre, confesó Droupadi.

Pero el árbol se indignó:

-Sabes que no es este el amor que estás escondiendo, Droupadi.

Entonces Droupadi bajó la mirada, y con voz baja confesó que se enamoró de Karna, el día que se conocieron.

El padre de Droupadi organizó un torneo para que guerreros de todos los reinos demostraran frente a ella sus habilidades, y el verdadero ganador del torneo fue Karna, un guerrero misterioso que llevaba una placa de oro que protegía su pecho, pegada como si fuera su propia piel, y unos pendientes, también hechos de un oro tan puro que brillaba como el sol hubiera bajado a la tierra.

Karna sobresalió entre los participantes y superó al mismo Arjuna, pero cuando se le preguntó por su origen confesó ser hijo de conductores de carros, de casta mezclada. Karna fue ridiculizado a causa de su origen no noble, humillado en público por la misma Droupadi, y descartado como pretendiente. Entonces Arjuna fue casado con Droupadi, y junto a él sus hermanos. Pero secretamente Droupadi sí se había enamorado de Karna, y ese amor no se había desvanecido.

-De hecho – añade Droupadi -si él hubiera sido mi marido, estoy segura de que no hubiera permitido que se me humillara como lo permitisteis vosotros, cuando os apostasteis mi libertad. Él no hubiera aceptado este exilio vejatorio de 12 años que hemos pasado.

Una vez destapado el secreto la fruta pudo volver al árbol, pero los cinco hermanos y su esposa regresaron al ashram en silencio.

Krishna justo esta allí, de visita, y los Pandava fueron a verle cabizbajos.

Miradando el suelo, le contaron lo que había descubierto, pero Krishna les contestó con tranquilidad:

-No podéis juzgar a Droupadi, ella es la gran diosa, Mahadevi, quien ha nacido en la tierra, con el cuerpo de una mujer.

Entonces los cinco Pandava tuvieron cada uno la misma visión: cientos de miles de dioses adorando a la gran diosa ante un árbol carmesí. Esta visión resucitó sus ánimos.

Y cuando, por probar, he introducido la línea: “cientos de dioses adorando a la gran Diosa ante un árbol carmesí” en la aplicación de generación de imágenes por inteligencia artificial llamada dreamspace, el programa me he propuesto las imágenes que adjunto en el título de esta entrada. La manera como el programa ha ilustrado el árbol carmesí me ha hecho pensar en las venas del cuerpo humano, y que tal vez sea éste el árbol del que habla el texto. Tal vez la diosa esté encarnada en nuestro sistema vascular; en el árbol carmesí que nuestro cuerpo contiene. Y a éste árbol acuden los dioses. Quizá por esto la visión sirvió de respuesta a los Pandava, porque una visión no se ve solamente con los ojos sino con todo el cuerpo. Lo llamamos visiones, pero son comprensiones físicas: las traducimos en una imagen interior, pero las vivimos con todos los niveles de comprensión. Es por esto que las visiones son difíciles de comunicar, y este reto, el reto de cómo compartir una visión interna, es una de las claves del arte. El arte humano.

¿Me ha enseñado algo la inteligencia artificial, o ha sido el Mahābhārata, el que me ha enseñado, jugando con la inteligencia artificial? Es difícil saber. Estoy seguro que un androide podría narrar el Mahābhārata de una manera mucho más espectacular que yo, con una memoria infalibles y registro perfecto de todos los nombre y detalles de la historia; con capacidad de producir voces diferentes, proyectar video y hologramas en el espacio, musicar la narración con orquestras y un sinfín de instrumentos musicales diferentes, pero faltaría el encuentro humano. De la misma manera, una narración espectacular, con texto memorizado, acrobacias y recursos escénicos de luz y sonido, puede ser espectacular, pero alejarse de la sinceridad. Lo que la inteligencia artificial hace es una síntesis de información a disposición del usuario. Esto es lo que hace nuestra mente, también, cuando pensamos. Pero hay algo más. ¿Qué?

La búsqueda de este voto de 12 años es la del reposo en la dimensión humana; en el sentido del encuentro que abren las palabras del Mahābhārata, y la entrega a lo que nos muestra esta obra, y a lo que los ancestros nos vienen repitiendo desde hace milenios. Por esto te invito a participar de la próxima narración del Mahābhārata, tal vez el 12 de Diciembre, sino antes: para indagar juntos en lo que nos hace reales, más allá de nuestros órganos, nuestra respiración, sentido, pensamientos, visiones o consciencia.

El renacer en el cuerpo

Si caminamos por un bosque y no nos sentimos solos es porque en algunos árboles, o minerales, hay seres vivos y conscientes. Su presencia, y sus miradas, nos acompañan. Hablan  con la voz del viento y del agua. En la península índica y países limítrofes a estos seres se les llama Yaksha. Se dice que cuando salen del cristal, la planta o el lago que habitan viajan sobre palacios voladores que son muy difíciles de ver.

Hubo un Yaksha, de nombre Gaya, que hace milenios escupió desde su palacio volador y su saliva fue a caer justo sobre la cabeza de Krishna. Gaya pudo ver desde el cielo el enfado de Krishna, porque se manifestó sobre la palma de su mano un disco giratorio hacho con la energía sobrante del sol; un arma mágica que Krishna invoca a voluntad cuando va a luchar, que puede cortar todo a su paso y volver a la mano de Krishna.

Gaya fue volando a toda velocidad a la segura ciudad de Indraprasahtha y se lanzó a los pies de la reina Subhadra. El Yaksha suplicó protección y ella le dio su palabra de noble y guerrera de que su marido Arjuna, el arquero más excepcional de la tierra, iba a protegerlo del peligro que lo perseguía. Pero la sorpresa de Subhadra y Arjuna fue enrome cuando vieron que quien venía persiguiendo al Yaksha Gaya era precisamente Krishna, hermano de Subhadra y el mejor amigo de Arjuna. Pero Arjuna ya había dado su palabra de guerrero y, firme en su deber de proteger a Gaya, invoca a su arco Gandiva, que también recibió del dios del fuego cuando le ayudó a quemar el bosque Kandhava junto a Krishna. Krishna y Arjuna se enfrentaron, el arco Gandiva contra el disco Sudarshana, primo contra primo, amigo contra amigo y también Nara contra Narayana, humano contra la divinidad.

El universo se estaba apunto de romper, y por esto Shiva y Brahma se pusieron en movimiento:

-No podemos ir contra la voluntad de Krishna – dijo Shiva -Él es mi espejo, y lo que él decide tiene que pasar.

-Pero podemos dejar que mate a Gaya – respondió Brahma – y tú lo puedes revivir. Así se cumplirá la palabra de Krishna, pero también la de Arjuna.

La vida de Gaya fue separada de su cuerpo por el disco cortante de Krishna, pero volvió a él por la tenacidad de Arjuna, y la intervención de Shiva. Así dicen que pasó, igual que se cuenta que, un par de milenios más tarde, en un pueblo llamado Bet Anyá, cerca de la ciudad de Jerusalén, vivieron dos hermanas llamadas Miriam y Marta, quienes tenían también un hermano, Elazar, que estaba padeciendo una grave enfermedad.

Una parte de ellas estaba preocupada por la salud de su hermano, pero la otra parte estaba tranquila y confiada, porque en aquella época se hablaba mucho en la región sobre un hombre, de nombre Yehoshua, o “salvador” en hebreo, de quien se decía que era el ungido, o el elegido, según la profecía, para salvar a toda la humanidad. Y Miriam y Marta eran cercanas a Yehoshua, habían tratado con él personalmente en varias ocasiones y siempre que sus viajes lo llevaban cerca de Jerusalén Yehoshua pasaba por Bet Anyá a hacerles una visita. Miriam estaba convencida de que en una de sus próximas idas y venidas Yehoshua iba a pasar por su casa e iba a curar a su hermano, pero el tiempo pasó y Elazar murió, sin que hubiera aparecido Yehoshua.

Al tiempo, Yehoshua sí visitó a las hermanas, y estas compartieron con él la fe que habían puesto en su visita, y en su capacidad de curar a las personas, así como el dolor y la decepción por haber perdido finalmente a su hermano. Entonces Yehoshua pidió que lo llevaran a ver la tumba de Elazar y ante su sepulcro lo llamó. Y la maravilla desgarró las expectativas de todos los presentes cuando Elazar se levantó y se acercó caminando a Yehoshua, vivo.

No solo esto, sino que Elazar pudo contar lo que vio en el otro mundo, y dijo que había visitado unos jardines preciosos, donde esperaban todos los difuntos para ser revividos por Yehoshua al fin de los tiempos. Eso dicen. Eso cuentan que pasó.

Esas dicen que fueron las palabras de Elazar (Lázaro, para muchos) sobre lo que vio antes de renacer.

Y no es necesario creernos estas palabras literalmente, sino que la cuestión es cómo cambia nuestra respiración cuando las oímos.

¿Cómo afectan nuestros ánimos?

¿Cómo sentimos nuestros planes y nuestra creatividad?

¿Cómo afectan nuestro estado presente las historias de resurrección?

¿Cómo afecta nuestra manera de ver nuestras preocupaciones?

Es interesante parar para observar este instante, antes de que aparezcan los juicios y las interpretaciones. Hay un suspiro, antes de cada pensamiento, en el que resurgimos, una y otra vez.

Propongo observar este instante, cuando escuchamos, y meditar sobre el universo que abre.   

Viaje hacia el origen

En el origen Puruṣa preguntó ¿dónde me moveré? ¿Cómo me pondré en movimiento? ¿En qué matriz me estableceré?

¿Pero quién, o qué, es Puruṣa?

Puruṣa no es un objeto, es un ser vivo, y por tanto sería más respetuoso preguntar quién es Puruṣa; igual que cada una de nosotras no es algo, sino alguien. Puruṣa es una palabra sánscrita que se puede traducir como la luz, primordial, que está en todo. Pero no es una luz, como la entendemos, o vemos, porque Puruṣa existía antes de que existieran los sentidos. Estaba sola en el universo. Su pregunta, ¿dónde me moveré, cómo, y en qué matriz me estableceré?, reverberó como ondas de sonido. Y a partir de entonces, todo lo que había era sonido. Así fue creado el sentido del oído. 

La fricción, o resonancia, entre las ondas de sonido se fue intensificando hasta el punto de poder mover corrientes de energía por el infinito que acababa de ser creado. Así se formaron el viento y el sentido del tacto. 

La fricción que causaban las corrientes de ondas energéticas al cruzarse y enroscarse una con otra produjo calor ascendente hasta hacer aparecer un destello en el universo. La primera llama de fuego, y con ella la luz, y el sentido de la vista. 

El calor del fuego separó corrientes más cálidas de otras más frías y densas. Así se separó el aire del agua, y con el nueve elemento líquido apareció el sabor, y el sentido del gusto. 

En el fondo de aquellas aguas primordiales se fueron agrupando las partículas más pesadas. Así se formó la tierra, y cuando la tierra surgió a la superficie trajo los aromas, y con ellos el sentido del olfato.  Así Puruṣa, quien no se puede comprender con la mente, o percibir con los sentidos, se convirtió en los cinco elementos. Desde entonces los oídos se alimentan de sonido, que convierten en luz, los ojos se alimentan de colores, que convierten en sensaciones táctiles; la piel se alimenta de contacto -con el viento, u otras pieles- y lo convierte en emociones; la nariz se alimenta de aromas que convierte en sabores y la lengua se alimenta de materia, que convierte en sangre. 

De la unión de sangre y semen nace un nuevo embrión, en el que se desarrolla una columna vertebral y una consciencia individual: Con el pensamiento “este soy yo” aparece el sentido de la mente: la identificación con la rueda de emociones que se suceden una a otra.

A partir del séptimo mes de embarazo el embrión empieza a meditar en la sílaba Om, el sonido de la vibración cósmica original; la primera pregunta de Puruṣa, que se responde con el mismo existir. 

En el noveno mes el feto recuerda miles de vidas pasadas. Recuerda todos los alimentos que ha tomado, la cantidad de madres que ha tenido y los pechos de los que ha mamado. 

-Cuando salga tomaré refugio en una práctica espiritual – piensa el feto en el útero -Cuando salga me refugiaré en la vía de la liberación; en Maheshvara, Narayana, Allah, Mahadevi, Jesús, el gran espíritu o el máximo bien común. No importa cómo lo llamemos ahora, pero el feto entiende en qué está pensando, porque está meditando en su sonido original.

Pero cuando pasa por el canal del nacimiento el cuerpo queda atravesado, capa a capa, por māyā, la red de la ilusión del frío y el calor, el dolor y el placer, el perseguir o rechazar… Entonces el recién nacido olvida su propósito. Durante su vida buscará fuera, en el bosque de las posibilidades que le ofrezca el mundo. Buscará dentro, en el laberinto interior de los recuerdos y las interpretaciones. Y a veces, por instantes, encontrará. La respiración de la madre, como un bebé dormido sobre el pecho de su padre. Sus pulmones respirarán el aire del planeta mientras descansa sobre su seno. 

-Créeme, te amo – nos dice un voz sin voz. -No me conoces del todo, pero soy el universo. Yo soy la comprensión, la tolerancia, compasión y la verdad. Lo que se ve y lo que no se ve, son mis expresiones.  Miedo y valentía, violencia y ecuanimidad, son también mis formas.  Igual que la flor no puede quedarse su aroma para sí misma, así emana su manera de ser cada una de las partículas del universo; cada uno de sus fenómenos. Los seres sensibles y los insensibles, los minerales, la luna y las estrellas, tienen su propio sabor; su aroma, su luz.

Así Puruṣa, quien es la semilla original, y a su vez el útero que contiene todos los elementos, se mueve y renace de madre en madre.  Pero todo esto solo son palabras. Una manera de decir. Las palabras pasarán y se desvanecerán en el tiempo. La realidad prevalecerá. 

Texto basado en el texto esotérico Garbha Upanishad y el capítulo de la Bhagavad Gita, incluido en el gran Mahabharata.

¿Qué nos diferencia?

La diferencia entre idiomas puede ser una barrera difícil de atravesar. Responder una llamada telefónica a quien habla un idioma que no conocemos es una tarea difícil de ejecutar, a menos que la persona al otro lado solo necesite que alguien la calme, o la haga reír, para lo cual el tono de voz, o la mera escucha, sería suficiente. La diferencia lingüística es algo palpable cuando comparamos lenguas muy lejanas entre sí, pero también es posible que como humanos no siempre le hayamos dado la misma importancia a esta cuestión. Folkloristas y etnógrafos como Joan Amades  recogieron a fines del siglo XIX y principios del XX testimonio de no solo diferencias léxicas y dialectales importantes desaparecidas entre poblaciones de Catalunya, sino incluso de idiomas propios de comunidades relacionadas con ciertos barrios de Barcelona (trinxeraires) o comunidades, hoy aparentemente extintas, que vivían en el interior de los bosques y tenían la mínima relación con los aldeanos (Patots). Herencia de una era en la que la diferencia lingüística no era tan importante como lo podía ser la religiosa. Porque es con la expansión y coagulación del nacionalismo como cosmovisión compartida que la religión se fue volviendo un afer personal, cosa de cada uno, y aumentó la importancia que damos a la diferencia entre lenguas oficiales, incluso entre países que hablan lenguas suficientemente cercanas como para poderse entender, con un poco de voluntad, como puedan ser Portugal, España, Francia o Italia. Pero quizá no siempre fue así. En tiempos anteriores a la modernidad, y al nacionalismo, la transición entre idiomas era más progresiva y alrededor de cada frontera se hablaban idiomas comunes. La diferencia entre grupos era más bien religiosa. Entre miembros de una misma religión, usaran el dialecto o idioma que usaran, uno sentía que sabía cómo actuar, a diferencia de los miembros de religiones distintas, que podían tener costumbres incomprensibles o intraducibles. Desde fines del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX cristalizó en el mundo moderno una nueva cosmogonía que basa las diferencias en lo cultural, más que lo religioso. Según esta nueva manera de ver, si hay algo que nos pueda alejar del otro es su “manera de vivir el día a día”, siendo el idioma la expresión de una serie de costumbres, una ética y unos valores determinados. Y uno de los pilares sobre los que fue desarrollada esta cosmovisión fue la creencia en una diferencia esencial entre la tradición semita y la indoeuropea. De nuevo, el punto de separación no fue necesariamente la religión, sino el idioma. Las etimologías de las palabras indoeuropeas, de las que derivan las familias lingüísticas del griego, latín, sánscrito, o lenguas germánicas, tienen una esencia común (derivada del origen cultural-lingüístico compartido) que es de raíz diferente de las culturas que puedan estar ligadas a los idiomas que derivan de raíces etimológicas semitas (como el hebreo, árabe o arameo). Es una idea que no se airea con el mismo entusiasmo hoy que antes de la segunda guerra mundial, pero se puede encontrar todavía en las aguas profundas de la islamofobia contemporánea, por ejemplo. Al inicio de este octavo año de Respirar el Mahābhārata propuse comparar la versión original sánscrita de la Bhagavad Gita, el canto más conocido del Mahābhārata, con su traducción hebrea, buscando indagar en este axioma seminconsciente que es la diferencia entre la concepción hebrea y sánscrita. Pero en las últimas entradas he escrito sobre otros aspectos del Mahābhārata porque llegué a la duda de si el parecido y la diferencia no están más que en la mirada. De esto iba la entrada que publiqué sobre el origen del lenguaje, aunque dando un rodeo. Dado que todo es único, i cada partícula del universo es irrepetible, podremos encontrar diferencias allí donde queramos mirar, y hacer clasificaciones de todas, ordenándolas en casillas y columnas, añadiendo datos generación tras generación. Esto no es en sí nada nocivo, sirve propósitos determinados que pueden ser útiles en su contexto. Pero no es la búsqueda de Respirar el Mahābhārata. Y, a su vez, buscar la comunión entre las diferencias es, igualmente, un propósito auto satisfactorio: dado que cada elemento del universo es único, si queremos encontrar puntos en común entre ellos siempre los podremos encontrar, en la universalidad de le experiencia cósmica. Una búsqueda no anula la otra. Las diferencias no anulan lo común, sino que coexisten con ello. Algo que nos une como humanos es el tono y la respiración. Su lenguaje es transcultural. Y si el objetivo de Respirar el Mahābhārata es desarrollar y proponer la narración del trauma compartido de la humanidad, el trauma de la pérdida y la separación, en un lenguaje que sane las heridas en lugar de empeorarlas, la narración debería aspirar a calmar, profundizar y armonizar la respiración del oyente. Y los escritos de este blog apuntarían al mismo aspecto mediante la palabra escrita. En el verso 10.34 de la Bhagavad Gita Krishna dice que entre las cualidades femeninas (nāriņi) él es el origen de todo, y es Vac, la palabra sagrada, aspecto de la diosa, y Śrī, que el traductor al hebreo traduce por tif’eret, una palabra que significa esplendor, o “espectacular”, pero en el judaísmo esotérico está también relacionada con la emanación de belleza del aspecto femenino de la divinidad (shechiná).  Porque Krishna es dios y dios es mujer. O, mejor dicho, esto no lo dice literalmente, pero las cualidades que enumera en este verso como propias son las cualidades de la diosa, de la presencia femenina universal: Śrī. Dios puede ser mujer, o puede ser hombre, dependiendo de cómo lo queramos mirar. O puede ser los dos. O no existe, pero el hombre y la mujer sí. O tampoco. La cuestión es, ¿queremos separar o queremos unir? ¿Cómo se equilibra el discernimiento con la comprensión? ¿Qué diferencia hay entre el hombre y la mujer? Probemos con esta temática como hilo conductor: No puede haber reproducción sin esta diferencia, y sin embargo somos uno en la experiencia humana. ¿Cómo cambia nuestra respiración cuando recordamos que dios es hombre y mujer a la vez? Memoria, inteligencia, palabra, fama, firmeza, paciencia y esplendor, cualidades femeninas que sostiene a todos los seres; al guerrero más temido, al árbol más fornido, así como al brote más tierno, y también los cuerpos celestes. Porque son cualidades que hacen circular la vida por el planeta, generación tras generación, más allá de las despedidas y los olvidos. Antes de partir ya somos semilla en un óvulo, sol en el cielo y fuego en el agua.  

Dar la tierra

Entre todos los regalos el mejor, y más excelente, es regalar tierra. La tierra produce todos los objetos de deseo: ropajes, joyas, ganado y grano. Quien regala tierra sigue bendecido mientras esa exista.

En el origen de los tiempos todos se regalaron unos a otros un poco de tierra, y disfrutaron de ella. Entregar tierra equivale a renunciar al propio cuerpo; renunciar al propio cuerpo es renunciar al provecho personal; renunciar al ansia de provecho personal es renacer entre la tierra y el viento, con la cabeza en las estrellas y los pies convertidos en roca.

Renunciar al egoísmo lava los errores del pasado. Renunciar al egoísmo es renunciar a la voluntad de provecho personal, y renunciar a un provecho personal es soltar la tierra. Soltar la tierra es renacer en la tierra, que purifica como una madre, porque ella es la diosa que otorga la luz. La madre nutre a la hija con su leche, de la misma manera todos los sabores de la tierra favorecen a quien da tierra. Como la vaca con las ubres llenas de leche corre hacia su ternero, así se entrega la tierra a quien renuncia al provecho personal. Regalar tierra arada, o plantada, o con cosecha madura, es otorgar el mayor de los refugios.

Antiguamente se conocía una canción que había cantado la tierra. Al oírla, el furioso Parashurama se calmó, y entregó la tierra a Kashyapa, una de las siete estrellas de la osa mayor.

La canción decía:

«-Acéptame. Regálame. Dándome, me obtendrás.»

Cuando se da tierra cantándole a la rabia esta canción, la sabiduría se funde con la luz de las estrellas.

La tierra es el origen eterno de todas las criaturas. Regalar tierra hace que el humano sea realmente humano. Los humanos nacemos en la tierra y sobre la tierra caminamos con fe. La tierra es la madre y el padre del universo, ningún elemento se le puede comparar.

Entregar la tierra a la consciencia es como regalársela a todas las criaturas. Entregar la tierra es entregar océanos, ríos, montañas y bosques: es entregarlo todo. Entregar la humedad de la tierra es regalar néctar excelente. Donar la tierra es donar hierbas llenas de jugo, árboles cubiertos de flores, fruta, bosques y colinas.

Así se lo contó Bhishma a Yudisthira en Kurukshetra, al inicio de esta era de la confusión.

(Basado en el libro Dana dharma parva 61)

Narrar las aguas

Le damos mucha importancia a los últimos seis o siete milenios de historia de la humanidad, pero podríamos decir que esta importancia es desproporcionada en relación a los, por lo menos, doscientos milenios que ya llevamos de existencia. Y sabemos, aunque no quede de ello registro histórico, que hace mucho tiempo los elefantes volaban. Los sabemos de las historias de los tiempos antiguos de la humanidad.

Hace muchísimo tiempo los elefantes volaban, pero uno de ellos se sentó sobre la rama de un árbol para escuchar cómo cantaba un humano. La rama se rompió y el elefante se cayó sobre aquella persona, que se hizo daño, se enfadó, y usó los poderes creativos que tenían él y sus compañeros en aquella era, para modificar la realidad con los sonidos expresados por su caja torácica y cuerdas vocales: aquel sabio condenó a la mitad de los elefantes a caminar sobre la tierra, mientras el resto se convertían en nubes, y desde entonces los elefantes están relacionados con la lluvia.

En la guerra del campo de Kurukshetra, que se describe en la gran obra llamada Mahābhārata, muchos elefantes tuvieron que luchar a la orden de los guerreros humanos que los entrenaban. Se luchó allí una guerra que duró dieciocho días. El treceavo de ellos fue tan triste, y exigente, que en medio del fuego del campo de batalla Krishna y Arjuna usaron sus capacidades extraordinarias para crear un lago artificial que refrescara a los caballos. (Jayadratha vada parva 74-75)

Arjuna disparó una flecha que se hundió en la tierra e hizo brotar agua y más agua hasta llenar un lago pequeño. A continuación, con más flechas, creó una valla a su alrededor y un techo de flechas cruzadas. Krishna entró en aquel pabellón y desató los caballos al resguardo de la sombra.

El resto de los guerreros estaban asombrados; nadie había visto nada igual.

Krishna calmó a los caballos, les quitó las flechas que llevaban colgando del lomo y curó sus heridas. Acariciándolos, los llevó a beber. Krishna sonrió como no lo hacía desde en años; parecía de nuevo el joven que fue, cuando se entretenía con sus amigas en el bosque.

Sobre la superficie de las aguas se reflejaba la batalla, igual que un espectro superficial de las cosas, una imagen plana, se refleja en nuestro laberinto mental.

Las palabras son noche, un toque de algo que me separa del vacío. Como un bebé que se agarra a la sensación del contacto con la sábana para no desvanecerse entre las estrellas. El agua no solo es la materia que revive a los caballos de Krishna, sino también un espejo de nuestra mirada líquida. Espejo contra espejo, agua dentro de agua. Sombras cantando a las sombras, hechizadas por puertas que se abren al infinito. Un vacío que salta al abismo. Un encuentro entre columnas azuladas con relieves, que narran nuestras vidas. Aquí nos encontramos, en las aguas sin fondo. Porque aguas sin fondo somos nosotras.

El silencio canta

La palabra escrita tiene la voz del silencio. El silencio absorbe, recibe, modifica y diluye los pensamientos en su interior; es un canto sutil que se escucha con todos los sentidos a la vez.

La palabra escrita se apoya en la existencia de la comunidad, porque depende de la transmisión del idioma, de mayores a niños, generación tras generación. Pero la palabra escrita ha sido primero voz. Voz humana, que expresa las estrellas, el viento y las fragancias del mar y del humo de la hoguera.

La cosmogonía sánscrita se sostiene en la presencia de individuos llamados rishi. Hombres y mujeres misteriosos, mezclados entre la sociedad con vestimentas de sacerdotes, campesinos, nómadas o artesanos. Elles compusieron los cantos que originaron la cultura humana y parieron el lenguaje.

Los gramáticos no concuerdan sobre la etimología del término rishi. Se sospecha una relación con la raíz drish (दृश्)-ver-,

o la palabra ric (ऋच्) -himno,

y también rish (ऋश्) -fluir, mover.

Por esto en la traducción hebrea de la Bhagavad Gita de Itamar Theodor una palabra hebrea propuesta para rishi es hozé (חוזה), que se puede traducir por visionario, porque la raíz h-z-h tiene que ver con “ver”, ser testimonio, y también predecir, y ver más allá de lo obvio. Pero hozé también tendría que ver (no seguro, pero posiblemente) con la palabra hazán (חזן) , que es el nombre que recibe en las ceremonias hebreas el/la encargado de recitar o cantar los textos sagrados. La palabra hazán es emparentable, probablemente, dicen, con el arameo hazanu: sacerdote. ¿Sacerdote cantor? Ya no lo sabemos, porque no quedan recuerdos suficientes de los antiguos rituales arameos.

Lo que sabemos de las palabras es que alguien nos las tiene que enseñar. Es decir, que para aprender un lenguaje hacen falta palabras: Palabras que se repiten una y otra vez en un mismo contexto.

¿Quié fue el primero?

¿Lo hubo?

¿Alguien inventó una primera palabra de la cual derivaron las demás?

De este hipotético evento -ese “big bang” de las palabras- no tenemos ningún registro, solo lo podemos imaginar. La manera cómo nos lo imaginemos se convertirá en nuestro mito fundacional del lenguaje, porque definirá cómo vivimos nuestra vida hoy.

Si imaginamos que la primer palabra fue “peligro” creeremos en un mundo hostil en el que el ser humano lucha contra todo para sobrevivir: Hace ¿millones? de años, en una manda de homínidos gruñones alguien rugió “ápada”, peligro, o daño (en sánscrito) y toda la manada repitió ¡ápada, ápada! Y a partir de ahí se sumaron lentamente otros sonidos, que definían de qué tipo de peligro se trataba. Peligro de tormenta, ápada de fuego, de depredador, etc. Después, en los momentos de más tranquilidad, tal vez, se inventaron la poesía y las canciones.

Pero podemos también imaginar que la primera palabra fue min, o sexo, en hebreo, y de ahí derivaron las palabras que especificaban dónde, cuándo y cómo se produciría el acto sexual. En este caso la vida es una pulsión inconsciente de voluntad de reproducción y la poesía, y las canciones, son seducción sublimada.

El mido fundacional de la cosmogonía sánscrita, y también de la hebrea, es que el lenguaje original (que es el sánscrito, o el hebreo, respectivamente) reproduce el canto de la sabiduría universal. O el canto de la creación:

La creación es un canto y los rishi, esos seres que se esconden entre nosotros y han renunciado al rechazo, al miedo y al odio, entonan el canto de la creación que ellos escuchan a las estrellas cantar. Este canto se transmite con sonidos, que interpretamos y diferenciamos hasta convertirlos en palabras, con las que escribimos manuales tecnológicos o cotilleos, pero también poesía que nos puede recordar nuestro origen real. De manera que, visto así, la vida es un canto divino de creación y la poesía, y la música, son un retorno a nuestra naturaleza esencial. Al ser humano.

Desenredando los remolinos de esta cascada brillante de sabiduría que baja sobre las montañas nevadas, el aliento revela las sílabas mediante sonidos distintos y funde cada una con la siguiente. Se inflaman las aguas en las que brillan las estrellas y desborda el canto de los dioses, que sabe a inmortalidad.

El canto de la vía láctea se convierte en cuatro puntos cardinales; en transiciones de luz a oscuridad y de la oscuridad a la luz; en noche y en día; en siete colores del arco iris; en siete notas; en lluvias, estaciones, truenos y recitaciones.

Todo esto es el silencio al que volvemos cuando nos quedamos solos.

(Párrafo final basado en Vākyapadiya 1.115 y Rig Veda 4.58)

Memorias del Sol

Tengo 8 años. Nos estamos manifestando en las calles de la ciudad que amo. Alrededor de la manifestación, en las aceras, hay gente que nos escupe y nos llama traidores. Puedo oler la primavera en los árboles y no comprendo las miradas que nos rodean; me parecen exageradas. Desorbitadas.

De repente llegan policías montados sobre caballos enormes. Todos corremos. Nos golpean con palos y gente cae delante de mí. Al final de la calle abren las puertas furgonetas policiales y hombres uniformados arrastran manifestantes a su interior.

Este es el yoga que le enseñé a Vivashvan, el brillante dios del sol– dijo Krishna en medio de otra batalla, milenios antes que aquella otra que pulsa en mis memorias. –Yo he creado esta acción y sus despliegues, pero no siempre actúo; la acción no me afecta, no me veo manchado por ella ni deseo sus frutos. Quien entiende esto no se ve enredado en las cuerdas de la acción. (Bhagavad Gita 4.13).

La palabra sánscrita que usa el texto de la Bhagavad Gita para decir “enredado” es bandha, o a veces su derivado nibandha, ambas palabras elaboradas a partir de la raíz bandh (बन्ध), que significa todo lo relacionado con atar, frenar, asir, enredar, bloquear o inmovilizar con un nudo. La pabra “chevel” (כבל) , en hebreo, significa cuerda, o atadura, y es la usada para la traducción al hebreo de nibandha. Es interesante observar que la raíz bandh (बन्ध्) es muy cercana fonéticamente a la raíz badh (बध्), que significa sufrimiento, rechazo o aflicción. Es interesante porque en hebreo si se escribe “chevel” con la letra het (חבל) suena prácticamente igual que escrito con la letra chaf (כבל), pero significa también dolor, o daño, en lugar de atadura.

Esto no es filología académica, ¿pero no es inspirador? Porque hay una relación obvia entre la atadura y el dolor. Y creo que no es solamente que aquello que nos ata nos produce dolor, sino que también aquello que duele nos ata. Las memorias dolorosas nos atrapan y volvemos a ellas una y otra vez, en miles de versiones distintas, de manera más o menos consciente. Memorias dolorosas de nuestro pasado personal y memorias dolorosas de nuestro pasado colectivo, como una guerra civil o la guerra del Mahābhārata.

¿Pero por qué recurrir a una etimología creativa para decir esto? Porque el lenguaje es un juego, como cubos de construcción o piezas de lego traslúcidas que refractan la luz y limitan el viento. No hay mucha distancia entre la etimología creativa y este discurso que estoy haciendo. El dolor, las memorias y las ataduras existen por sí mismas, sin necesidad del lenguaje, y lo que nos libera de ellas también, pero el lenguaje nos lo recuerda. El lenguaje recuerda las ataduras, y recuerda también aquello que nos libera de ellas. «Este es el yoga que le enseñé al sol», dice Krishna en la Bhagavad Gita, un poco antes del origen de nuestra era, durante la batalla que terminó la era anterior. ¿Cómo le enseñó Krishna al sol su yoga? (resumido en la invitación a actuar sin esperar nada a cambio) ¿En qué idioma se hizo la transmisión? ¿Se parecía a nuestros idiomas humanos? ¿Sonaba parecido? ¿se veía igual? ¿Tenía forma?

Preguntémosle al sol, que brilla para todes por igual. ¿En qué idioma nos responde?

Por todo el mundo se estudian escrituras sagradas sin cesar. Pero nadie se vuelve sabio.

Para comprender realmente basta entender dos letras y media de amor.

Kabir.

Sacrifico y la continuidad de la vida

Las ideas que tengo sobre mí son pétalos de una rosa que no deja de florecer.

Algún día estos pensamientos cambiarán,

y no quedará nada de lo que hoy me identifica.

Parece que escribo sobre mí, pero estoy escribiendo sobre el Mahābhārata, una larga historia sobre los orígenes de la humanidad. Una historia anciana: El referente más antiguo que tenemos del Mahābhārata es un manuscrito del siglo 3, pero probablemente ya se contaba antes… quién sabe desde cuánto tiempo antes. Y hace miles de años el Mahabharata ya decía cosas que siguen vigentes hoy a las puertas de la era de la inteligencia artificial. Vigentes, más que nunca, porque definen lo que nos hace realmente humanos, más allá de todas las cualidades que podamos imitar -y aumentar- de manera artificial, como la percepción, la fuerza, la velocidad o la inteligencia.

Nada me llevo de este mundo.

Nada dejo.

Esta es la gran maravilla.

-Para esto has nacido, oh rosa de la creación.

Cantan los ángeles a los ecos de la comprensión.

La gloria del Mahābhārata es la capacidad que tiene esta obra para hablar de los temas más incómodos de una manera soportable, incluso bella, sin simplificar ni rehuir las implicaciones de lo tratado. Una de las herramientas principales que usa es la extensión: El Mahābhārata es especialmente largo, y se toma muchísimo tiempo para decir lo que tiene que decir. Esta lentitud humaniza el mensaje y da al oyente/lector/a el tiempo necesario para procesar emocionalmente los temas propuestos.

Es muy difícil transmitir el tono cuidados del Mahābhārata en un escrito de pocas páginas, por lo que pido disculpas a la sensibilidad que pueda ser “estresada”, o “presionada”, por mis limitaciones personales. Insisto en apuntar a las perlas que el Mahābhārata va hilando por la maravilla que cada una contiene.

El Mahābhārata habla de una guerra. No solo de una guerra, sino un exterminio. De hecho, un sacrificio. Porque el Mahābhārata habla de unos tiempos lejanos en los que la tierra no podía soportar el peso de los guerreros que la poblaban y suplicó a la divinidad que la aliviara de su pesar. Así nacieron sobre la tierra un hombre llamado Krishna y una mujer llamada Draupadi: para destruir a todos los héroes en un gran sacrificio. Aunque, de hecho, todo es un sacrificio. «El ser original (Prajapati) creó al sacrificio junto a los nacimientos», dijo Krishna en el campo de batalla, o el campo del sacrificio (Bhagavad Gita 3:15). «Y Prajapati dijo: moved (śu: impulsad) el mundo con esto»

El actuar en el mundo origina el sacrificio, y la acción se origina en la misma transformación vertiginosa que expande y contrae la realidad. Entre los versos 10 y 19 Krishna compara las acciones en el mundo con los seres humanos y el sacrificio. Los presenta como una sola cosa, o por lo menos sinónimos.

Ofrendar la propia vida a la vida;

A la rosa de la inmortalidad

La palabra que Krishna usa, en sánscrito, que se traduce como sacrificio, es yajña (यज्ञ). Yajña deriva de la raíz yaj (यज्), que se puede traducir por honrar, consagrar, adorar y palabras relacionadas con esta actitud tan clara, por una parte, y tan abierta por otra. Yajña es el acto ritual de adoración, y se traduce por sacrificio.

He sido sacrificado al nacer.

Se me ha entregado esta invitación única

a participar en la ceremonia vital.

Consumir y ser consumido

por los pétalos del fuego de la inmortalidad.

En la traducción hebrea de este discurso deKrishna en el campo de batalla se traduce yajña por korbán (קרבן). En hebreo la palabra korbán deriva de la raíz k.r.v, que se usa también para decir “acercar”. El acto ritual del sacrificio se entiende como un acercamiento físico al lugar en el que va a tener lugar la ofrenda, o acercarse espiritualmente a Dios. Porque en la cultura hebrea se considera que Dios no necesita ofrendas materiales para existir. Según el rabino y pensador toledano Yehuda Halevi (siglo XI), el hecho de que un sacrificio se pueda llevar a cabo implica una ordenación: que el sacrificante haya podido llegar al lugar, que hayan podido reunir los ingredientes adecuados y las condiciones sociales y atmosféricas hayan permitido que se lleve a cabo el ritual ya implica una “bendición divina”. Porque el sentido del ritual está en sí mismo: no hay lejanía entre sacrificante, sacrificio, sacrificado y eso que las palabras no pueden definir, que llamamos Dios por falta de vocabulario. Eso que unos creen que existe y otros no, porque no está en ninguna parte y no nos permite acumular pruebas de su existencia, pero tampoco de su inexistencia.

Krishna habla en nombre de Dios.

«No tomaré de tu hogar ningún animal porque todas las bestias de los bosques y sobre los millares de colinas ya son mías», dice Dios en el salmo número 50: «Si tuviera hambre no te pediría a ti, pues la plenitud del mundo ya me pertenece. ¿Acaso necesito comer carne de toros y beber sangre de cabras? Ofrende gratitud a las alturas y paga a lo supremo tus deudas.» Quien toma estos regalos de la tierra sin agradecer, y los consume como si le pertenecieran solo a él, es como un ladrón. Así habla la voz de Krishna en la Bhagavad Gita (3:12,13). Mis pensamientos, mi tiempo, mi aliento, no son solo míos. Mi vida es la de todos.

 Estamos de paso, pero no vamos a ninguna parte. Aquella humanidad anterior somos nosotros, y también la que vendrá.

El pueblo Anishinaabe del norte del continente americano recuerda que en el origen de los tiempos el guardián del fuego se acercó al humano original y le dijo: «Este es el mismo fuego que templa el hogar. Todo poder tiene dos caras, el poder de crear y el de destruir. Hemos de reconocer ambos, pero entregar todos nuestros dones al lado creador.»

El ser humano original descubrió que en la dualidad de todas las cosas, igual que él buscaba el equilibrio, tenía un hermano gemelo que buscaba el desequilibrio. Ese hermano había conocido la correlación entre la creación y la destrucción y la agitaba como un barco en un mar bravío para que la gente nunca hallase calma. Observó que, en la arrogancia, todo poder podía utilizarse para impulsar un crecimiento ilimitado, una forma desmedida y cancerosa de creación que llevaría inexorablemente a la destrucción. Nanbozho (el humano original) prometió caminar siempre en la humildad para intentar equilibrar la soberbia de su hermano. Esa es también la tarea de aquellos que deciden seguir sus pasos.

La paz nunca podrá destruir la guerra, porque ya no sería paz. La paz acepta la destrucción y reconstruye aquello que se va rompiendo con paciencia infinita.

Actuar sin esperar nada a cambio, recomienda Krishna en la Bhagavad Gita. Participar en el sacrificio sin desear sus frutos. Entregar la vida a la vida.

Dejar ir no es desaparecer, sino dejar entrar al mundo. Dejar que florezca la rosa de la creación.

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