Al Rey de la montaña me lo imagino como un conglomerado de raíces gruesas y enroscadas, entre enormes rocas quebradas. Y el rey no es las raíces sino más bien el vacío que estas delinean, que resalta la invisibilidad del monarca.
La hija del Rey tiene las uñas de los pies relucientes y la piel de un pálido color cobrizo, y unas caderas amplias como el poder de la vida sobre las cuales se posa un velo fino como la brisa del atardecer. El vientre redondo como el amor. Los pechos redondos y llenos; los brazos cubiertos de joyas que deslumbran la mirada del profano con una irradiación dorada que ciega con destellos azulados.
Más arriba la mirada, que está destinada a un único receptor.
La hija del rey de la montaña está caminando. Recorre la húmeda boscosidad hasta llegar a una gruta silenciosa. Una cueva cuyo interior está impregnado de la presencia estable y muda de aquél a quien teme el propio rey de la montaña. Aquél ante el cual tiemblan las abejas cuando merodean las flores.
Un asceta inmóvil, casi invisible entre las sombras – estando su cuerpo embadurnado con ceniza blanca y cubierto de sierpes negras que trepan lentamente sobre la curvatura que une sus hombros con su pecho y con el cuello que aguanta su cabeza. Medita coronado de una larga y enmarañada melena que se pierde en la oscuridad como si fuera parte de la misma roca.
La hija de la montaña está enamorada de él. Pero él no la mira. Y hasta ser vista Parvati, la hija de la montaña, medita frente a él.
Para siempre.
Eones.
La eternidad toda.
¿Y en qué nos atañe esta historia? ¿En qué me atañe a mí y a mis decepciones, mis miedos, mi indignación y las estridencias mecánicas de la ciudad que oigo tras las paredes?
La vuelta de esta historia está en una escena que ocurre poco antes del encuentro. Cuando Parvati sube la montaña decidida a verse con Shiva, él usa sus poderes cósmicos para proyectar un destello de su consciencia sobre el sendero que transita su admiradora, y materializa esta consciencia ante ella con la forma de un peregrino solitario. Un consejero anónimo, que la previene del paso que va a tomar:
-Mira que el Señor que vas a ver es huraño, vive desnudo, cubierto de cenizas, y nunca se peina. No se puede trazar su linaje, y vive rodeado de fantasmas y espectros.
¿Por qué quieres casarte con él? ¿Has perdido la razón? Tu padre es el rey de la montaña; brillas como una joya entre las mujeres, ¿por qué anhelas un marido como este y las penurias que conlleva casarte con él?
Estás ofreciendo una moneda de oro a cambio de una pieza de vidrio. Renunciando al ungüento de sándalo, deseas untar tu cuerpo con barro.
Ignorando la luz del sol deseas el brillo de una luciérnaga. Renuncias a la vida en el hogar por la vida en el bosque; desechas un tesoro a cambio de una pieza de hierro.
Tú y Shiva no tenéis nada en común.
Tú llevas seda y él viste piel de elefante.
Tú llevas joyas y él un collar de calaveras vacías.
Si tu sonido es el armonioso murmullo de las abejas en primavera el suyo es el seco tambor.
Ninguna de vuestras cualidades concuerda, señora. –
En el momento en que Shiva se desdobla y aparece como un meditador aislado en el fondo de una cueva y a la vez un peregrino mendicante, entramos en otro plano narrativo. La linealidad se descompone. Me puedo creer la imagen de una mujer enamorada de un asceta desapegado de las emociones, y me puedo creer la imagen de un consejero avisando a la misma mujer enamorada, previniéndola de que su elección de pareja no es la más fácil. ¿Pero cómo pueden estar ocurriendo las dos acciones a la vez?¿Y cómo puede ser el asceta y el consejero uno y el mismo?¿Y cómo puede estar en dos lugares distintos al mismo tiempo?
Esto, en lo concreto, es imposible. Pero en una dimensión más sutil es maravilloso (en sánscrito: adbhuta), espeluznante, cósmico, “wuau”, la hostia, etc.
De repente, los dos personajes se vuelven tres, y de la misma manera podrían ser uno. Porque son dioses. Son Dios. Son “wuau”.
Parvati se sienta ante Shiva y como él, medita.
En ella, él se ve a sí mismo. No exactamente; ve el reflejo de sí mismo. El reflejo multiplicado de uno mismo en el otro uno. Uno y uno se vuelven dos, y al verse dos se comprenden dos, cada uno a su manera, y cada uno ve el dos del otro en la mirada que lo enfrents. Dos parejas suman cuatro, y así exponencialmente…
Cuando Shiva mira a Parvati, ve en ella a toda la creación. Se ve a sí mismo, dividido. Cuando Parvati mira a Shiva, ve toda su multiplicidad reflejada en lo que la une. Al verse, cuenta la tradición que Shiva y Parvati se quedan jugando a los dados en la montaña. Se pelean y hacen el amor, fuera y dentro del tiempo –simultáneamente. Así es como esta historia se convierte en un enigma. En una maravilla. En algo incomprensible, pero sentido.
Cuando me permito sentir. Cuando me atrevo a sentir, mi imagen reflejada en el espejo se vuelve un acto de existencia enlazada en la trama temporal; enlazada en las acciones y las historias que me cuento sobre mis acciones, y sus consecuencias, y el azar, y el veredicto histórico. Y en mi mirada, veo al que mira. Al que habita la imagen que refleja el espejo. El que habita mi interpretación, fluctuante, de la imagen que veo en el espejo.
Cada mañana la misma historia. El acto maravilloso, intenso, cósmico, de lavarse los dientes.
Lecturas:
Parvatidarpana, An exposition of Kashmir Shaivism through the images of Siva and Parvati. Harsha V.Dehejia, Motilal Banarsidass Publishers, Delhi, 2010.
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