El Mahabharata tiene
un narrador, está claro.
Se llama Vyasa, y es él
quien contó las últimas
memorias que quedaban
de un mundo que terminaba:
recogiendo la semilla
de un fruto ya marchito
para plantarla en otros
corazones y preservar
lo que nos hace humanos
y que también es inmortal.
Él, Vyasa, narró recuerdos
de cómo los dioses padres
desplegaron el universo,
siguiendo la estela de
la gran diosa ilimitada.
Él narró las memorias
de los días en los que las ninfas
y los seres invisibles
de la luna y las aguas
entregaron el fuego
a los primeros líderes
del linaje del mismo rey
quien le hacía las preguntas.
Porque el relato final,
el que ha ido llegando
hasta hoy, aunque pueda ser
de relevancia universal,
tenemos que entender que
en su origen no estaba
dirigido a cualquiera
sino a Janamejaya,
quien había convocado
el último gran ritual
de la era anterior,
o el primero de esta:
Una ceremonia de
doce años de duración
para exterminar todas
las serpientes del mundo.
Un exterminio (fallido)
motivado por la venganza
es el que inicia esta
era en la que vivimos
y tal vez por esto Vyasa
se preocupó de narrar
historias de creación
del mundo y el secreto
del sempiterno renacer.
Tal vez, ¿quién sabe?. Porque
ese fue Vyasa y yo soy yo;
otro. Cuando narro también
estas, las historias del
Mahabharata, por amor
no soy Vyasa sino otro,
¿pero quién? ¿Quién soy narrando
los recuerdos antiguos?
Porque si Vyasa es, para
mí, un sueño, más lo soy yo.
Que cuando me toco siento
una piel que irradia
recuerdos como leyendas,
que me cuenta en oculto
silencio mi corazón,
que es fuente que emana
vida y manifestación.
Por esto, para comprender
quién soy, no puedo yo mirar
hacia atrás sino vivir,
para observar qué abren
en mí las historias de
Vyasa y comprobar en qué
se convierte este mundo
que nace en el momento
en el que abrimos juntos
los ojos y actuamos
en debida consecuencia.
(Imágen de Howell Golson).
