Cuando hablamos del Mahabhrata hay que tener en cuenta que es una historia antigua. Cuando lo narramos hoy imbuimos en la narración patrones de pensamiento moderno, como por ejemplo el pensamiento utópico. Leer un texto como si fuera la prescripción de cómo debería ser el mundo, como si fuera un manual de lo que hay que hacer para alcanzar un mundo mejor (que inconscientemente imaginamos a menudo como perfecto, o ideal) corresponde a un pensamiento utópico; a una visión narrativa del mundo como un proceso histórico lineal, donde la sociedad humana avanza, se equivoca, aprende y mejora hasta dejar atrás sus problemas y llegar a la utopía: un mundo en el que tendremos herramientas para mejorar todos los problemas que se nos presenten. Pero no olvidemos que no siempre hemos visto el mundo así, esta es una visión propia de la modernidad. Y también hoy, dentro de la modernidad, permanecen cosmovisiones diferentes, no lineales ni utópicas, que conviven con el presente. Según esta segunda visión, en el Mahābhārata no se prescribe cómo el mundo debería ser, sino que se expresa tal como es, en su dimensión más profunda.
Desde que comencé el voto de narrar el Mahābhārata en 12 años he venido dando a cada año una temática particular, relacionando el fragmento del Mahābhārata que estaba leyendo con el momento personal que transitaba. Y al inicio de este noveno año de voto he pensado, primero, que por primera vez no voy a elegir un tema, y voy a probar de seguir narrando lo que viene tal como venga. Pero al final, en un encuentro con Toni Cots, he entendido que después de los procesos del año pasado, y el anterior, toca profundizar este año en quién soy yo contando el Mahābhārata. Porque hay preguntas como ¿Por qué dedico todo este tiempo a contar el Mahābhārata? O ¿Por qué elegir precisamente la mitología india? Y ¿Qué me mueve tanto de estas historias?, que son preguntas a las que he aludido vagamente en algunas narraciones en vivo, pero nunca las he encarado seriamente.
Son preguntas interesantes, porque responderlas permite concretar la narración del Mahābhārata en algo menos abstracto. Hasta ahora las presentaciones que he hecho se han apoyado mucho en el interés universal que tiene una de las obras más grandes de la humanidad, pero para sostener ese voto hasta 2028 -hasta el año 12- es importante también responder a la pregunta más personal de ¿por qué quiero yo que escuches tú el Mahābhārata?
Y el reto ahora está en cómo responder esto sin recurrir a la autobiografía. Lo biográfico puede ser un contenido distante, si se remite solamente a la enumeración de hechos. Puede ser un recurso tan vago como narrar el Mahābhārata sin asumir el impulso que me mueve a hacerlo. Pero mi problema es que todavía no sé de qué otra manera puedo encarar estas preguntas sin recurrir a lo biográfico. En esta entrada voy a hacer un primer intento, de narrar lo (auto)biográfico en el Mahābhārata con el objetivo de ir más allá, sin eludir el yo narrativo.
Así que, volviendo al pensamiento pre-moderno (o alter-moderno) que acabo de mencionar, quiero contar mi relación con una idea que aparece muy a menudo en el Mahābhārata, según la cual esta era de la confusión en la que vivimos (Kali yuga) se caracteriza por la mezcla de razas/culturas/matices (varņa). Lo dice Arjuna en la Bhavad Gita (1.40-41): que cuando crece el adharma se mezclan las humanidades (varņasaṃkara, o que la mezcla de razas es fruto del caos (adharma), pero no es el único. Este es un comentario recurrente en el Mahābhārata, y si uno lee el texto como un manual, parece que defienda la idea más bien derechosa de cerrar fronteras y despreciar la multiculturalidad, pero también podemos pensar que el Mahābhārata no prescribe cómo el mundo debería ser, sino describe cómo el mundo es. Y es cierto que la mezcla cultural puede ser la salvación del mundo, y llegaremos a esto más adelante, pero también viene ligada a mucha pena y dolor.
Pienso en mi hija, por ejemplo, quien a medida que crezca irá encontrando en su cuerpo heridas de la humanidad que ella no ha pedido tener: Mis abuelos, por parte paterna, crecieron como judíos en un pueblo húngaro. Después de a sobrevivir los campos de trabajo (Mathausen) mi abuelo y de exterminio (Auschwitz), mi abuela, volvieron a empezar una vida amparándose en el comunismo como tabula rasa, o sistema que aparentemente ignoraba su origen. En ese contexto nació mi padre, pero cuando fallecieron mis abuelos fue invitado por su tío a Buenos Aires. Allí descubrió sus raíces judías, o lo que eso significaba, y conoció un capitalismo que coincidía con la caricatura que su educación comunista había hecho de él. Después de una crisis decidió buscar un mundo mejor -utópico, tal vez- en un kibutz, o una comunidad socialista en Israel. Allí se enamoró de mi madre, quien era voluntaria en la misma comunidad, atea, pero de origen católico y catalán; hija de un campesino que había luchado por la república española y una madre que creció con el bando nacional.
Mis padres buscaban construir una sociedad justa, pero se fueron decepcionando a medida que iban cobrando consciencia de la política de ocupación y violencia del gobierno del cual dependía su comunidad. Años de activismo terminaron en un exilio más o menos apresurado, que me llevó a crecer en un paisaje más suave y femenino del que me había acogido al nacer, y entre idas y venidas acabé enamorándome de mi esposa Gisele, nacida en Argentina, hija de padres argentinos, pero de origen español, por parte de madre: nieta de un anarquista de Jaén que trabajando de marinero fue abandonado en Tierra del Fuego por amotinarse contra el capitán, y una gallega que dejó su pueblo de adolescente en busca de una vida mejor.
Por parte de padre, las raíces se remontan a una bisabuela originaria de un pueblo seminómada oriundo de la actual provincia de Córdoba en Argentina (los llamados Sanavirones), quien se casó con un emigrante/exiliado sirio llamado Ali Ahmed. A fines del siglo XIX el imperio británico vendió al gobierno argentino un grupo de esclavos procedentes de India para construir la línea de tren que conecta la provincia de Entre Ríos con Buenos Aires. De ese grupo de esclavos desciende el abuelo de mi pareja.
Ahora, no quiero que se entienda mal lo que digo. No estoy prescribiendo qué debería haber sido y qué no. Las cosas son como son. Sin toda esta mezcla mi hija no hubiera nacido. Y, también, como me dice Gisele: “el mundo necesita más israelís que se casen con musulmanas”. Está bien, pero pienso también en cómo, a medida que crezca, mi hija irá descubriendo en su cuerpo restos de esclavitud, abusos de poder coloniales británicos en India, genocidio indígena argentino, guerras de oriente medio, dos siglos de guerra (carlista, civil) entre católicos y ateos en España, holocausto judío y el abuso del pueblo palestino, incluso la infame matanza del pasado 7 de octubre y la venganza exterminadora que estamos viendo, y que marcará un punto de inflexión en las relaciones internacionales tal y como las conocemos, formará parte de ella. Todos estos abismos estarán en ella y de manera más o menos consciente los tendrá que reconocer. Por esto pienso en las palabras de Arjuna, en la relación del caos con la mezcla de razas. En cierta manera, sus palabras fueron proféticas, pero también está la respuesta de Krishna: “olvídate de todo esto y céntrate en mí”.
Porque el propósito de este escrito no es la biografía de mi familia, sino responder a la pregunta de por qué me importa tanto narrar el Mahābhārata. Pues en parte porque el Mahābhārata apunta a todos estos abismos, entra en ellos y muestra la luz que los permea. Esto es lo más importante para mí, porque cuando hablamos de conflictos históricos recientes quedamos demasiado atrapados en el diálogo entre bien y mal. De todo sabemos algo más; sobre los carlistas, sobre la inquisición, sobre España y sobre judíos y palestinos, siempre hay algo que decir, siempre hay una utopía que pudo haber sido, “si solo se hubiera aplicado…”, “si solo se hubiera hecho…” y a la vuelta de la esquina la voz de la destrucción: “no hay nada que hacer”, “estamos condenados”. Pero hablar del Mahābhārata es hablar de nuestros monstruos, y de la fe -de esta posibilidad infinita de sorpresa que siempre está- que nos libera. No lo que pudo haber sido, sino lo que es. No lo que hay que hacer, sino lo que ya estamos haciendo.
Pero, en fin, esto ya vuelve a ser teoría. Me alejo de la pregunta ¿por qué a mí, me importa tanto? Pues en parte siento que esto se responde entre líneas en la biografía que he escrito. En este momento no puedo aclararlo más, pero lo trabajaré este noveno año de Respirar el Mahābhārata, y espero poderlo compartir en las próximas narraciones, sin hablar de mí, pero abriéndome más profundamente al Mahābhārata.
