¿Qué es el arte espiritual?

Cuenta la historia que en una ciudad india, hace bastantes años pero tampoco tantos, había un gurú muy querido por sus discípulos, quien prometía una visión (darshan) de Dios (bhagavan) a quien quisiera, pagando un precio razonable.

El gurú era apuesto, y preparaba una habitación especial llena de humo de incienso y con muy poca luz, al fondo de la cual se sentaba él sobre un trono y se ponía una corona de joyas sobre la cabeza. El gurú se vestía con una tela tradicional amarilla y sostenía un disco de metal con una mano y con la otra una maza. Un discípulo del gurú se colocaba detrás de él, sosteniendo una flor de loto en una mano y una concha marina con la otra.

Los discípulos hacían pasar a los interesados a la habitación oscura, pero les advertían antes de que la visión de Bhagaván es muy intensa y si se quedaban demasiado tiempo podían quedar ciegos, o morir. Así hacían pasar a los asustados buscadores de la visión por la habitación un mero instante, y nadie se atrevía a abrir los ojos del todo.

De esa manera el gurú ganó mucho dinero, pero un día murió y dejó a sus discípulos. Nadie tenía una cara tan bella como la del gurú, para poder seguir representando a Bhagaván con sus cuatro brazos. Pero había uno de los discípulos que era un ladrón, y allí donde iba robaba. Fue atrapado muchas veces, y al final el rey de la zona decretó que le cortaran la nariz como castigo.

Un policía ejecutó la orden, y la sorpresa fue que al momento de perder la nariz el discípulo se levantó cantando y bailando. Cuando le preguntaban por qué estaba tan dichoso decía que era porque veía a Dios en todas partes.

El discípulo siguió cantando y bailando por las calles de la ciudad, y cuando la gente le preguntaba por qué ellos no veían con tanta facilidad a Bhagaván, él les decía que era porque tenían la nariz delante de los ojos, y esta no les dejaba ver.

Poco a poco, más personas comenzaron a pedirle al discípulo que les liberara de su nariz, y todos se ponían a bailar y cantar de felicidad, proclamando que ahora veían a Bhagaván por todas partes. Aquellos nuevos conversos liberaban, a su vez, a otros, y en poco tiempo ese grupo creció tanto que se les empezó a conocer como el credo de las narices cortadas.

Se hicieron muy conocidos y empezaron a recibir donaciones de todas partes. Con esos ingresos el grupo de las narices cortadas podía comprar comida y vivían juntos en las plazas y parques de la ciudad, cantando y bailando siempre, celebrando la presencia de Bhagaván.

Las autoridades locales se incomodaron con la creciente presencia de los narices cortadas en la calle, y el rey decidió expulsarlos del reino. El grupo se dividió, pero la mayoría de miembros emigraron juntos al reino contiguo, y ocuparon las plazas de la capital con sus cantos y danzas.

Dado que la fama del grupo le precedía, el rey del lugar decidió reunirse con ellos, y los representantes de los narices cortadas le explicaron que Bhagaván estaba en todas partes, y si se liberaba de su nariz podría verlo con sus propios ojos.

La convicción con que se lo contaron, y la pasión de las danzas y cantos del grupo, convenció al rey. Pero, como encargado del bienestar del pueblo, el rey se sintió responsable de que todos sus súbitos pudieran disfrutar de la misma iluminación. ¿Por qué dejar que unos pocos vieran a Bhagaván y el resto quedara sumido en la ignorancia? El rey pensó que sería mejor decretar que todo el reino perdiera la nariz el próximo lunes; así verían todos a Bhagaván.

Cuando el rey transmitió la decisión a sus consejeros uno de ellos no quedó convencido. Volvió muy preocupado a su casa y le contó lo que se había hablado en el palacio a su padre, quien también había sido consejero del rey. Ese consejero retirado también se preocupó mucho, y por la mañana acompañó a su hijo al palacio para hablar con el monarca:

-Su majestad, hay algo sospechoso en esta propuesta. Los ojos están por encima de la nariz, nunca se ha oído que la nariz bloquee nuestra visión. Con su permiso, me ofrezco a perder la nariz primero. Yo soy anciano y no tengo nada que perder. Si veo a Bhagaván lo diré, pero si hay alguna pega seré sincero y explicaré exactamente lo que me esté pasando.

El rey se convenció de que valía la pena hacer la prueba y citaron al representante de las narices cortadas para que hiciera su labor.

La nariz del padre del consejero fue cercenada, y el líder de los narices cortadas se acercó a su oreja para susurrarle el mantra secreto que se entrega con cada iniciación, pero dijo:

-Ahora que tienes la nariz cortada la gente te va a señalar en la calle y se van a reir de ti. Vas a perder respeto allí donde vayas; te conviene cantar y bailar como nosotros, y decir que ves a Bhagaván en todas partes, para que te admiren como a un santo.

El padre del consejero se levantó entonces y contó al rey lo que le habían dicho. La secta de las narices cortadas fue expulsada del reino y sus miembros se dispersaron por las tierras circundantes.

Esta es la historia de la secta de las narices cortadas, que recoge la autora Kirin Narayan en el libro Storytelleres, saints and scoundrels (narradores, santos y granujas), en el que recopila y analiza las historias que contaba un humilde maestro espiritual en la ciudad de Nasik, en los años ochenta. El nombre del maestro espiritual no se menciona en el libro, por pedido de él. La autora se limita a llamarlo Swamiji, “querido maestro”, y tras compartir esta narración comparte también el comentario del maestro:

<<Dios no tiene forma. No puedes verlo con estos ojos, pero puedes percibirle con la sabiduría. La sabiduría es Dios. Si pones tu mirada en la materia, tu propia forma será la forma de Dios. La auténtica identidad de cada uno es divina. ¿Por qué no entendemos que todos somos, juntos, Bhagaván (la fuente universal)? Tenemos que dejar de odiarnos, abandonar los celos, la malicia, la traición. ¿Pues a quién estamos atacando, sino a Dios?>>

Y el comentario del swami ayuda a recordar que esta historia contiene más sutilezas de las que aparecen a primera vista:

Porque si Dios, o Bhagaván, lo es todo, ¿quién está capacitado para decir que lo ve más que los otros? ¿O para decir que lo entiende mejor? Y yendo un paso más lejos, ¿qué más queda para buscar, si lo que buscamos está en nuestra propia cara, y en nuestra propia mirada?

La historia de los narices cortadas habla de Dios, de ver a Dios. A quienes hemos recibido una educación atea el ver a Dios parece superfluo, o no es ninguna prioridad. Pero, tengo que decir, que a veces la diferencia entre ateísmo y religión no es más que linguística. Porque Dios no tiene un solo nombre, lo llamamos fuente universal (bhagaván), el origen y lo que mantiene todo (Ishvara), o la guía, ideal, vía que siguen todos los hombres y mujeres (Narayana), pero sigue siendo lo mismo. Y si no queremos creer en ningún principio unificador, sino que nos parece más convincente pensar que el mundo es un caos, como una tormenta de posibilidades en conflicto, igualmente anhelaremos manifestar en él algunas acciones (krithi). Queremos expresar nuestra visión del mundo, comunicar con el entorno aquello en lo que creemos (Vac). Crecer, descubrir o realizar una manera de ser nuestra (shri), pero que es tan íntima y personal, tan “nuestra”, que creemos en ella como en algo eterno. Creemos en una manera “como el mundo debería ser”, y si no queremos llamar a esto Dios es nuestro derecho, pero más allá de los nombres, las cualidades que nos mueven, aquello que anhelamos, apunta a lo mismo. Con lenguajes distintos.

Los narices cortadas buscaban la verdad, inicialmente. Después se toparon con el miedo, y buscaron volver al mundo, a la aceptación general, diciendo que veían a Dios en todas partes. Para que les diéramos un lugar en la sociedad. Y la paradoja es que, al fin, no mentían. Porque todo lo que veían era, efectivamente, Bhagaván: las emanaciones de la fuente universal. Y quizá el único error fue decir que solo ellos lo veían, y los demás no. Pero eso no lo han hecho solo los narices cortadas. Nosotros también lo hacemos, cada día: ¿o cuántas veces a lo largo de una jornada pensamos que los demás deberían ver el mundo como nosotros lo hacemos?

Este blog forma parte de una performance de 12 años, un voto, que consiste en narrar y estudiar el Mahābhārata, presentando eventos de narración, cursos, escritos, dibujos y todo lo que este acto inspire, en distintas localidades, en formato presencial y online. Quien siga la performance en directo, durante los 12 años, o lo que quede de ellos, podrá vivenciar un acercamiento respetuoso al Mahābhārata, en el que el artista se pone en manos de la obra y no al revés. Y este año, que es el sexto de la performance, está basado en la pregunta de quién es Krishna y cómo se le puede reconocer. En la entrada pasada prometí que hablaría de la muerte de Krishna, pero antes de hacerlo era importante para mí compartir esta historia de los narices cortadas, porque ilustra algo que me parece crucial, para este año y para los seis que quedan: la realización de que para buscar a Krishna hay que buscar el mundo. Para reconocer a Krishna hay que entender al mundo, y para entender al mundo hay que creer, primero, que algo así es posible. Hablar, hacer, pensar, ver, crear, todo, con la certeza de que se puede comprender al mundo, y hacer las paces con todos sus aspectos, con la vida y con la muerte. Esta manera de crear es el arte espiritual. Una obra que refleje la búsqueda del mundo en el mundo. Esto es el arte espiritual. O una manera de explicarlo.

En el centro de la Bhagavad Gita Krishna se describe con una serie de descripciones mitológicas. Estoy haciendo una serie de encuentros en línea sobre la Bhagavag Gita y las narraciones mitológicas de Krishna. Si quieres asistir en vivo o recibir las grabaciones puedes escribir a: respirarelmahabharata@gmail.com

Sobre lo que nos contamos

Preste Juan, o el Pastor Juan, es un mítico monarca quien, según cuenta la leyenda, viajó al levante para predicar la palabra de Cristo y acabó fundando un reino cristiano poderoso, al este de las tierras del Islam. En los siglos de las cruzadas, y los primeros viajes de la exploración europea del oriente, antes del encuentro con el continente americano, las historias del Preste Juan fueron populares en Europa. Atemorizados ante la capacidad bélica de los reinos musulmanes y, probablemente, ante la incógnita de cuán al este se expandían los reinos de sus enemigos, nobles y comerciantes europeos se tranquilizaban ante los rumores de que las tierras musulmanas quedaban limitadas, al este, por otro reino cristiano. Un reino tan o más poderoso que sus correligionarios europeos, capaz de contener la expansión del Islam a solas. Si llegaban a contactar con este aliado, juntos, desde frentes opuestos, podrían vencer definitivamente a sus oponentes de la media luna.
En los primeros viajes de exploración europea la posibilidad del encuentro con el mítico reino seguía en el horizonte. De hecho, los primeros visitantes portugueses en la India creyeron reconocer en las estatuas de las diosas hindú unas representaciones de María, la madre de Dios, si bien algo deformadas por el gusto estético local. Algunos informes apuntaron, con prudencia, a la posibilidad de haber hallado el mítico reino del preste Juan. Pero la negativa de los monarcas locales a comerciar con los productos ibéricos, por parecerles demasiado burdos, desilusiona a los inversores de Portugal, que decidieron tomar por la fuerza lo que no se les quiso dar por la vía del intercambio. Los viajeros portugueses traían pieles de baja calidad a los ojos de los gobernantes indios y vino, que no creó ningún interés. Sin embargo lo que el reino de Portugal tenía, y los reinos de la costa India no, eran cañones y fusiles, que facilitaron a los viajeros europeos la imposición de sus intereses. Así aparecieron los asentamientos y, con las colonias, llegaron sacerdotes, que concluyeron que aquellos templos llenos de imágenes no eran ecos lejanos de cristianismo mal entendido sino mera idolatría pagana.
En el subconsciente colectivo europeo, a mi parecer, el mito del Preste Juan sobrevive. Aun sin conocer la historia del pastor del este seguimos buscando en la India un cristianismo perdido. Adaptamos la enseñanzas y los textos que encontramos para que nos hablen del alma tal como la conocemos o nos gustaría que fuera y aquello que no nos interesa lo separamos y lo catalogamos como superstición. Así resulta que hay una India interesante y profunda, filosófica, bastante platónica curiosamente, y otra vulgar y supersticiosa, simplona, que deber ser la decadencia de la primera. De esta manera dividimos tantos una cultura que, en el fondo, no conocemos. Ni siquiera tenemos claro, todavía, si la India es una cultura o varias.
ça la cultura de la India la llamamos Hinduismo, y el Hinduismo resulta ser demasiado plural para poderlo definir, así que se recurre a la palabra sánscrita Santana Dharma: algo así como “el orden eterno”, o “el sostén eterno”. Se dice que la esencia de esta aparente pluralidad que es el Hinduismo se debe a que todas sus prácticas diversas siguen un mismo orden universal, que es eterno. De hecho, para los más abiertos, todas las religiones tendrían lugar en el Hiduismo, porque responden a diferentes interpretaciones de este orden, o ritmo cósmico, que enciende astros, eleva brotes verdes al sol y organiza sociedades humanas. La esencia del orden universal es la vuelta a la conexión con el todo: para los humanos, mediante una vida justa y una relación con la transcendencia, o la eternidad.
Yo soy un enamorado del Mahabharata, el Ramayana y los Purana, que son las historias sagradas del sánscrito. Pero hacer afirmaciones definitivas sobre la cultura India, o el hinduismo, o las mismas historias sagradas, me parece atrevido. Equiparo explicar la India, o el hinduismo, con explicar Europa, por ejemplo. ¿Quién podría decir: el pensamiento europeo consiste en … X? Normalmente una afirmación así dice más de quien la hace que del objeto de estudio. También, si repasamos el estudio de la India, o el Hinduismo, a lo largo de los pasados siglos, aprenderemos mucho sobre quiénes han financiado y animado estos proyectos de estudio, sobre sus intereses y anhelos. Igual, o más, que sobre la India.
Reducir el Hinduismo a la práctica que busca el orden eterno (el Santana Dharma) es, si más no, jugar sobre seguro: todas las religiones responden a este mismo patrón. El orden universal, la verdad, o la palabra de Dios, es lo que la humanidad busca. Con nombres distintos.
Avram, habitante de la antigua Ur, adoraba los elementos y la fuerza unificadora del universo cuando sintió el llamado de abandonar su tierra y viajar al oeste. Avaram irguió un montículo de tierra, como lo que en la India se llamaría un Shiva Lingam, y partió. Una voz celeste le comunicó desde las estrellas que la eternidad se disponía a hacer un pacto con él: una nueva manera de vivir el orden eterno, o la espiritualidad, que le uniría a él y a su linaje de manera más estrecha, y más comprometida, con este orden original y universal que buscamos todos. Esta voz silenciosa se presentó como Yavé, una palabra enigmática que contiene las raíces hebreas de pasado, presente y futuro; como la eternidad.
Pero se dice que el linaje de Abraham no supo estar a la altura y, sin embargo, por la misericordia universal (que es lo que sostiene el mundo) nació en el seno de esta nueva revelación el ungido, el mesías del que habían hablado las profecías durante generaciones. Los que quisieron lo vieron y los que no no, pero este ser nació, vivió y partió en circunstancias milagrosas. Mostró con su vida que el viejo pacto se había renovado y la humanidad tenía otra vía ahora, para llegar al orden universal, al reino de Dios sobre la tierra. Esta vía era la del corazón.
Pero cuando la adoptó como religión oficial un imperio, y este se empezó a derrumbar bajo el peso de su propia corrupción, el mundo clamó por una nueva revelación. Más fresca y más sincera.
Así es como en Arabia, un comerciante de tendencias meditativas y reflexivas, quien había crecido en el desierto entre los beduinos, comenzó a recibir visitas del arcángel Gabriel, quien le dictó las palabras justas en un nuevo idioma sagrado, el árabe. Entonces nació la última revelación, el sendero perfumado del orden eterno. El Islam.
Pero también existe otra revelación, nueva y antigua a la vez, que consiste en darse cuenta de que todas estas no son más que historias que se cuentan los humanos y la existencia, al final, se desgrana en explosiones estelares que mezclan materia y energía que el azar coagula en células que devoran otras células. La llamada vida, una tensión entre el hambre y el impulso de reproducción.
La vida, según esta revelación, o comprensión, es el deseo atado a los sentidos. Un cuerpo humano tiene vida, una piedra no. Una piedra no tiene sentidos, pero responde al entorno. Una piedra retiene el paso de las aguas, mientras le quedan fuerzas. Una piedra se calienta, y se enfría; interpreta la temperatura del entorno, retiene o disminuye el calor. Una piedra también responde a patrones, igual que el deseo. Ambos se codifican tienen una coherencia interna, un orden, o sostén. Un dharma. Volvemos al principio, todo sigue un dharma eterno. En este caso, lo llamamos las leyes de la física y el deseo.
Esta sería la revelación de la materia, la llamada luz de la razón. Y la razón tiene también su sombra y sus excusas para que los privilegiados abusen de su poder. Bajo la sombra del materialismo racional el mundo se convierte en mercancía para satisfacer los deseos vitales. Los abusos del materialismo son los mismos que en todas las épocas y en todos los lugares.
Pero a finales del siglo XIX, nació un nuevo profeta. Marcus Garvey, descendiente de esclavos africanos. Desde Jamaica, su protesta fue simple y clara: Nadie tiene derecho a creerse superior a otro; ningún pueblo, ni raza, tiene derecho a dominar a las demás. Al pensamiento que cree que el tiempo y las vidas de las personas pueden convertirse en monedas de cambio, lo llamó Babilonia. Y, algo más, Marcus Garvey dijo que vendría un nuevo enviado, con una nueva revelación, para mostrar el camino fuera de Babilonia, de regreso a Sión, el nuevo nombre que recibió esta armonía universal que estamos buscando. La liberación. Y el enviado llegó, fue el último emperador legítimo de Etiopía: Ras Tafar Haile Selassie. Su ejemplo conducirá, a los que quieran ver, hacia la libertad.
La búsqueda del orden eterno puede ser la búsqueda del perdido reino del Preste Juan, puede ser el viaje a la India, el viaje a Kurukshetra (el campo que decide la batalla final del Mahabharata), puede ser el encuentro del reino de Dios en el corazón, la entrega a la voluntad infinita de Allash, investigar el funcionamiento profundo del universo o el éxodo a la verdadera Sión. Todas son maneras de nombrar el mismo proceso, pero me parece que para llegar a ese lugar hay que dejar todo atrás. Cada mito tiene su estructura y llevare mis estructuras a la casa de otro puede traer confusión.
Antes que buscar a María en las templos de la India, me iría mejor escuchar de verdad qué puedo aprender de las diosas Indias: preguntarme ¿en quién me convierto ante su mirada? Y tal vez entonces, este nuevo ser que habré aprendido a ser, entenderá algo nuevo sobre María, o sobre Allah o las dinámicas de la vida. Porque no olvidemos que todos estos son nombres. Lo sagrado no es el título ni el nombre del templo, ni el templo. El templo y el nombre apuntan hacia lo sagrado y lo sagrado apunta hacia la vida, porque es lo que la nutre. Y la vida es un gran desconocido, un océano por navegar.
El mito, cualquier mito, habla del que lo cuenta. Y quien lo cuenta es el humano, para otros humanos. ¿Pero qué es el humano?¿Dónde empieza lo humano y dónde termina?¿Dónde terminarán nuestras acciones, y de dónde vienen?¿Dónde termina nuestro cuerpo, dentro o fuera?¿De dónde viene mi cuerpo?
Estas preguntas, que me ocupan en esos momentos en los que no estoy rezando al dios de la seguridad, al dios de la salud o al dios del placer, me llevan siempre hacia lo desconocido y para entrar en lo desconocido hay que dejar todo atrás. Si me llevo a lo desconocido mis ideas sobre el alma y sobre lo que debería ser, lo que me gustaría que fuera el mundo, nunca cruzaré el vado hacia el otro lado, hacia la orilla desconocida. Si me llevo mis cañones y mis barcos hacia lo desconocido no llegaré a ningún sitio. Construiré una fortaleza, mi colonia, que durará lo que pueda durar, pero no saldré al encuentro de la vida.
Cuando uno se encuentra con el mito, cuando uno ve, lee o escucha al mito, los sentidos seducen a la fantasía. En el campo interior uno ve un antílope correr, un objeto dorado, un valle, la luna, y de repente uno se da cuenta de que lleva un tiempo sentado en medio de la recepción del mito, rodeado de atenciones. Entonces, amablemente, los anfitriones preguntan: ¿Quién eres?¿De quién eres hijo y de dónde vienes?¿Qué has venido a buscar a nuestro templo?

Esta entrada corresponde a un sinceramente que quiero hacer desde hace tiempo. Su relación con el Mahabharata queda en la reflexión sobre el estudio del mito, del hinduismo y la influencia de las ideas preconcebidas a la hora de aprender.
Esta entrada tiene que ver con la recapitulación que estoy haciendo durante este cuarto año del proyecto, para preparar un curso sobre la manera de escuchar un mito, basado en el contenido del Mahabharata que corresponde a este año, sobretodo el juego de dados de Yudisthira y la función de los Tirtha, o vados, en la historia.
El próximo 12 de Diciembre pienso estrenar en la sala del colectivo CRA’P el cuarto capítulo de esta performance de 12 años, que tendrá formato de taller y estaré basado en la estructura del juego de Lilah, además del contenido del Mahabharata. Esta entrada está influenciada por una reflexión sobre las casillas 38, 65 y 66.

Tema: Baskerville 2 por Anders Noren.

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