Sobre la fe, primer acercamiento

Una experiencia es algo que no se puede compartir. Aunque pueda enumerar los eventos que me llevaron a vivir una experiencia, o pueda describir las sensaciones que tuve, o, incluso, reproducir las condiciones que me llevaron a esa experiencia, la experiencia en sí seguirá siendo personal, interior, intransferible e incomunicable. La experiencia está enraizada en el misterio de la subjetividad. Las condiciones externas son objetivas, pero la vivencia interior que producirán estas condiciones será subjetiva.

En las últimas entradas de este blog he venido compartiendo las respuestas que varias personas han dado a la pregunta de qué es la repetición, y qué es una experiencia. Mi interés en esta cuestión nació de la lectura diaria de la parte central del Mahābhārata, en la que se repiten, durante cientos de páginas, descripciones casi idénticas de los detalles de la batalla de Kurukshetra. Es fascinante la extensión de este fragmento; y hasta donde yo sé es un caso único en la historia. Si alguien recitara el texto de la batalla del Mahābhārata podríamos estar horas escuchando, en repetición, gestos bélicos parecidos. Quizá 18 horas, como los 18 días que duró la batalla. Y es por lo exageradamente grande que es la extensión de este fragmento, y lo exageradamente repetitivo que es, que siento que hay detrás una intencionalidad. Como si la repetición nos llevara a una experiencia personal e intransferible, que nos puede llevar a cuestionarnos el sentido de la repetición.

Repetir algo es poner atención. Porque, dependiendo de como se vea, todo lo que existe es repetición. Si lo pensamos, tanto los procesos cósmicos como los gestos, los patrones de conducta, los ciclos biológicos, botánicos y meteorológicos son todos repetición continua. Cada gesto que hagamos será la repetición de algo que ya hemos hecho anteriormente. La diferencia, es que cuando queremos repetir algo voluntariamente hacemos un esfuerzo de atención. La diferencia no está en repetir o no, sino en repetir con o sin consciencia. Como contó Pelva Naik hace unos meses: “La repetición es continuación (…), solo por repetición algo puede evolucionar. La evolución pasa en la repetición; es inherente a ella“. Y la experiencia, pienso, sería la vivencia interna de la evolución.

Eso que llamamos “yo” es una repetición de procesos biológicos y mentales con los que la consciencia se identifica. Por ejemplo, cuando dormimos no siempre somos conscientes de ser “nosotros”, y sin embargo hay un cuerpo que sigue repitiendo funciones, en el cual despierta por la mañana la consciencia de ser “yo que despierto”. Hay cosas que hacemos, pero nos decimos “no parecía yo” y en cambio otras con las que nos gusta identificarnos y decimos: “yo soy así”. Este tipo de consciencia subjetiva (“yo soy”) florece en medio de la repetición y está relacionada con la experiencia, porque la experiencia es subjetiva.

Esta es mi respuesta a la pregunta ¿qué es la repetición, y qué es la experiencia? Me queda en el archivo una última respuesta, que me dieron dos personas muy sabias; espero poderla compartir pronto, pero quiero dar hoy la mía, para cerrar la historia del rey Harischandra, que se ha venido contando en las últimas entradas. Al final de este escrito volveré a hablar de la batalla del Mahābhārata:

El rey Harischandra estaba sufriendo penurias a causa del mago llamado Vishvamitra, quien estaba poniendo a prueba su voluntad. Después de haber perdido su reino, la esposa de Harischandra y su hijo habían pasado a vivir como sirvientes de Vishvamitra, y él, el propio rey, estaba sirviendo al dios del Dharma (sin saberlo) como carroñero, recogiendo restos de cadáveres en el crematorio.

Para colmo, el hijo del rey y la reina murió, mordido por una serpiente enviada por Vishvamitra. Harishchandra se encontró a su esposa llorando el cuerpo del hijo de los dos, en el campo de cremación, pero habían cambiado tanto, estaban tan demacrados, que no se reconocieron. Y cuando al fin lo hicieron el dolor fue insoportable.

Pero entonces llegó la redención: El rey y la reina se acogieron a la gran diosa, pidieron refugio en su mirada afilada y las millones de formas que hablan en su honor, porque no hay una separación entre la estatua, el nombre, la realidad y la Diosa. Una alga bajo las aguas, un rayo de sol, semillas secas guardadas para la próxima siembre, un corazón que late o una corona, son la Diosa. Y los cielos se abrieron, y bajaron todos los deva (los rayos de la fuente de la abundancia) quienes felicitaron al rey y la reina por haber pasado las pruebas sin perder la integridad. Por ello los invitaban al cielo. Pero entonces los monarcas argumentaron que el pueblo tenía que compartir un porcentaje de los méritos de sus reyes, y por ello todos los súbitos de Harishchandra y su esposa Shaivya pasaron diez años viviendo en los palacios celestiales.

Y la verdad es que tenía un par de páginas más escritas. Las entradas de este blog las escribo en una libreta, sobre todo en viajes de tren y en cafeterías, haciendo tiempo entre una cita y otra. Antes de publicarlas las paso a ordenador. Ahora, después de haber pensado durante quince días en esta entrada, y haber reescrito varias veces un texto sobre el final de esta historia, me doy cuenta de que en realidad, es el momento de callar. Si sigues este blog y has llegado hoy conmigo al final de esta historia del rey Harishchandra y su esposa Shaivya, quedémonos juntos con la invocación a la Diosa. Que cada un@ sienta en su corazón la redención de Harischandra y Shaivya, y en la próxima entrada podemos continuar este tema, compartiendo otra historia del maravilloso baúl de sorpresas que es el Mahābhārata.

¿Qué es más real, lo subjetivo o lo objetivo?

La historia bíblica del llamado a Abraham para sacrificar a su hijo Isaac, igual que la historia del rey Harishchandra que vengo compartiendo en las entradas anteriores de este blog, remiten ambas a un punto de intersección en el paso el sacrificio humano/animal, al ritual simbólico.

En la historia del rey Harischandra el monarca desea tener descendencia y el dios Varuna le promete cumplir su deseo, con la condición de que se le ofrezca en sacrificio al primogénito. Y a partir de ahí podemos reconocer en la historia un juego de contrastes entre la dimensión transpersonal y la experiencia subjetiva personal: Cuando el rey ve nacer a su hijo queda prendado a él como individuo y es incapaz de sacrificarlo, a pesar del prospecto de tener más descendencia después. El rey suplica, una y otra vez, pasar por los ritos de nombramiento del hijo, del primer corte de pelo, de su introducción en sociedad y de su primera instrucción espiritual. El argumento del rey/padre es que hasta que su hijo no pase por esos ritos no sería una persona completa, y por tanto el sacrificio no sería real, porque no estaría sacrificando realmente a su hijo, como pedía el dios, sino a un ser anónimo. Porque detrás de estas palabras se esconde, primero, el intenso lazo emocional de padre a hijo, y segundo, la pregunta que subyace a esta historia, y también al Mahābhārata; y que es parte de la motivación del voto de 12 años que ritualiza este blog: ¿qué es lo que hace que el humano sea humano?

Cuando el hijo del rey Harischandra llegó a la edad de recibir su instrucción espiritual fuera de casa, en la preadolescencia, decidió huir para salvar su vida – otra decisión con motivación subjetiva, que contrasta con el deber universal (sobre esta decisión escribí algo en la entrada pasada)

El rey Harishchandra fue maldito entonces con la enfermedad de la gota, por haber fallado al dios Varuna en sacrificar a su primogénito, y, desesperado por el dolor, recurrió a un recurso extremo: Un brahmán (sacerdote) del reino aceptó vender su hijo mediano para ejecutar el sacrificio.

Los sacerdotes reales dictaron que un hijo comprado se convierte en un hijo legítimo, por tanto apto para sacrificar, y encontraron a un brahmán empobrecido, desesperado por poder alimentar al resto de su familia. El brahmán aceptó vender a su hijo Sunashepa pero este, una vez atado al poste sacrificial, lloró con tanta angustia que ninguno de los sacerdotes reales fue capaz de llevar a cabo el sacrificio – de nuevo por la conexión empática, y subjetiva, con la víctima-. Y, en aquel momento, uno de los sacerdotes dirigió al rey unas palabras que hablaban, una vez más, de la bisagra entre el sacrificio literal y el simbólico: “Lo que está escrito sobre los sacrificios animales está pensado para las personas con inclinación hacia los objetos de los sentidos, para atraerlos hacia la vida ritual (…) Quien compadece a todos los seres, se contenta con lo recibido y calma sus sentidos, agrada a la divinidad”.

El equilibrio entre lo personal y lo transpersonal es sutil. El contexto en el que se expresa el dilema del sacrificio humano de Sunashepa, la victima comprada, parece ser el de una sociedad basada en el ritual estricto, pero resulta que dentro de toda esta transpersonalidad la compasión tiene suficiente peso como para transgredir la norma – “para agradar a Dios”, ¿Porque, qué sentido tiene el ritual cuando deja de agradar a Dios?

A continuación la historia cambia ligeramente de dirección: el rishi Vashishtha y su competidor Vishvamitra se encontraron en los cielos de Indra y discutieron sobre los logros del rey Harishchandra. Es decir, de sus méritos personales: Vashishtha defendía que el rey había sido justo y ecuánime con sus súbitos, mientras Vishvamitra opinaba que había sido un tramposo, que engañó al dios Varuna. Así empezó otra historia con ecos bíblicos, en este caso con la historia de Job, cuando Vishvamitra apostó todos sus méritos místicos con Vashishtha a que demostraríala maldad del rey Harishchandra acosándolo con una vía tortuosa de calamidades:

Vishvamitra creó un demonio en forma de jabalí que empezó a destruir los bosques del reino. El rey organizó una partida de caza para atrapar al monstruo, pero la ferocidad del enfrentamiento lo dejó aislado de sus soldados y extraviado. Entonces Vishvamitra se apareció ante él tomando la forma de un eremita renunciante, ofreciendo al rey solaz, baño y consejo. Harishchandra quedó profundamente agradecido y ofreció regalar al ermitaño “lo que le pidiera”. Así que Vishvamitra creó la ilusión de un chico y una chica jóvenes, y dijo a Harishchandra que para casar a aquella pareja le pedía como regalo de bodas el reino entero. Harischanddra aceptó, para ser fiel a su palabra, con el convencimiento de que aquello era lo último que podía perder, pero Vishvamitra añadió entonces que como impuesto por la transacción el rey le debía también dos medidas y media de oro, quedando así Harischandra en deuda con Vishvamitra, porque sin su reino ya no tenía ningún tesoro del que extraer aquella cantidad.

Por compasión por él, y para que su marido no tuviera que faltar a su palabra, la esposa de Harischanra le propuso entre lágrimas que la vendiera a ella como criada, y pagara así su deuda. Un sacrificio hecho por amor, que afectó tanto al rey que se llegó a desmayar. Por amor a su esposa, el rey se negaba a ponerla en venta, pero oír como lloraba de hambre su hijo (quien había vuelto de su escondite) hace que los dos se decidan. Otra vez, el poder de la empatía personal frente al deber de defender el reino.

Entonces Harishchandra, muy a su pesar, anunció en un cruce de caminos que estaba vendiendo a su esposa, y Vishvamitra, de nuevo, fue quien apareció en el lugar, en forma de un anciano esta vez, buscando una criada para todas las labores del hogar. El anciano procedió a dejar su pieza de oro en el suelo y llevarse a la reina tirándole del pelo, pero el hijo se puso a llorar de pena. El dolor de madre e hijo (personal, subjetivo, único) era tan intenso que ella suplico y convenció al anciano de comprar también al niño, alegando que no sería capaz de concentrarse y trabajar.

Antes de partir, la reina prometió al rey que se volverían a ver, y Harischandra dijo que el dolor de perder a su hijo y esposa era superior al del exilio y la ruina. Pero lo pagado por la reina y el príncipe no sumaba la deuda de Harishchandra y como no tenía otra manera de pagar, aceptó que  Vishvamitra lo vendiera a Yama – el dios del dharma, u orden universal, así como el guía de las almas entre los mundos- quien, para la ocasión, había tomado forma en este plano la forma de un hombre con el pelo enmarañado y la barriga caída, dientes largos y que emitía un olor asqueroso.

Vishvamitra recibió del extraño individuo riquezas incontables y la deuda del rey quedó saldada, pero Harishachandra tenía de servir a su nuevo amo, recogiendo pedazos de mortaja en un crematorio donde escuchaba durante todo el día el llanto de familiares y amigos lamentando la partida de sus queridos. Entre la descripción de los cuerpos quemados desintegrándose y los gritos de desesperación volvemos a ver el contraste entre la vida vista como proceso biológico y el poder de las relaciones personales.

Como dice Jana Rasó, psicóloga, arte terapeuta y formadora de yoga: la repetición es algo que sucede y sucede, y sucede, de manera que puede ser automática: como una muletilla de consciencia, como cuando repetimos la lista de compras de camino al supermercado para no olvidarla– Eso que decimos que somos, es una repetición de elementos. Repetición de gustos, patrones y recuerdos que llamamos “yo”. Repetición de patrones que llamamos “hijo”, “pareja”, “padre o “madre”. Y cuán importante es esta repetición.

Una experiencia – continuando con la cita de Jana Rasó- es el poder estar presente a las sensaciones que provoca (o suceden) en una acción concreta – Y ahí está la importancia de prestar atención a la experiencia de la repetición personal. En la tensión entre la conceptualización de lo transpersonal, y la experiencia de lo personal, por muy ilusoria que esta sea, está el poder de la vida.

Todo fenómeno es una condensación de repeticiones en el tiempo. La vida de un ser sensible es la condensación de un soplo en el tiempo. Mientras el soplo dura se repiten los ecos de un ser, cuando el soplo pierde fuerza se dispersa la vida en recuerdos, historias, grabaciones… hasta la disolución total. ¡Pero cuán importante es este paso por el tiempo!

Cuando se pierde el camino aparece la virtud;

Cuando se pierde la virtud, aparece la humanidad;

Cuando se pierde la humanidad, aparece la justicia;

Cuando se pierde la justicia, aparecen los ritos.

Pues los ritos

Son lo superficial de la lealtad y la fidelidad,

Son el origen del desorden.

(…)[1]

Pero el Mahābhārata nos dice que es itihasa (“así pasó”):  nos está recordando que no es de palabras de lo que nos está hablando, sino de “lo que pasa”, y no son “personajes” los que mueren en él, sino seres como nosotros, diferentes, pero auténticos, que exceden las palabras y las clasificaciones.

El Mahābhārata parece un proceso de aprendizaje, para vernos en la mirada de ese campo (kshetra) de pluralidad, donde lo subjetivo es tan real como lo objetivo, y el equilibrio entre ellos es un delicado y precioso instante. En este instante se esconde la verdad (Satya) que secretamente anhelamos.

El Mahābhārata, esta gran historia de la humanidad, habla de la caída desde la verdad hasta el desorden, y del renacimiento de la verdad en el desorden. El ritual es una misteriosa bisagra que confunde, y a la vez recuerda de dónde venimos y a dónde queremos volver.

Dentro de quince días compartiré el final del calvario de Harischandra y su esposa, con otra respuesta original a la pregunta de qué es la repetición, y qué es la experiencia. Mientras tanto, si te interesa bucear en la vivencia física e estas historias maravillosas te recomiendo dar un vistazo al curso que estoy ofreciendo gracias a la escuela Equilibrium Yoga.

Información: La mitología como viaje interior


[1] Daodejing 38, citado por Chantal Maillard en Las venas del dragón, Confucianismo, taoísmo y budismo, Galaxia Gutenberg, 2021, pg106

Tema: Baskerville 2 por Anders Noren.

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