El ritmo del deseo y el ritmo de la sabiduría

Los deva son los fuegos que refulgen en el vientre de la oscuridad. Son familia. Son luz. Los debemos la vida.

Indra es el rey de los deva. El equilibrio entre las galaxias depende de él. Por él brilla la luz. Indra protege los fuegos en las casas. Indra cuida la vida sobre la tierra.

Cuando Indra tuvo que traicionarse a sí mismo, a favor de la luz, sintió tanto arrepentimiento que se encogió, y prácticamente desapareció, dentro del tallo de una flor de loto (ver entrada anterior).

Entonces los deva – los luminosos – buscaron un sustituto entre sus descendientes: El pueblo de Manu, los hijos del sol; la descendencia olvidadiza de los deva, que camina sobre la tierra y recuerda a sus ancestros cuando ve un fuego. Ese pueblo que llamamos la humanidad.

Nahusha fue el soberano elegido para ocupar la vacante de Indra y dirigir los mundos, desde el trono universal. Nahusha subió a los cielos y, a pesar de haber tenido un nacimiento humano, vivió en los palacios de los deva, que flotan más allá de la noche en el espacio sideral.

Nahusha vio con sus propios ojos las llanuras en las que vivían todos los ancestros de la humanidad, alrededor de los fuegos que nunca se apagan (pretas). Nahusha vio monstruos que cambiaban de formas y devoraban a los ancestros de la humanidad (rakṣasa); vio gigantes, grandes como sistemas solares, negros, porque no había ninguna cantidad de luz que los pudiera iluminar (asura). Nahusha vio personas diminutas que vivían escondidas entre el oro y entre los minerales preciosos en el vientre de la tierra, (kumbhaṇḍa); vio seres alargados que vivían diluidos en las aguas que llenan tanto los mares como los cuerpos de todos los animales (nāga); vio la multitud de espíritus que dan vida a los árboles, ríos, montículos, fuentes y herramientas del hogar (yakṣa), y en los cielos Nahusha vio las aves de fuego que transportaban el secreto de la vida (garuḍa); vio a las almas de aquellos que habían dedicado su vida terrenal a la belleza tocar melodías alegres a los deva (kinnara) y entre ellos, aquellos que habían dedicado su vida al amor, además de la belleza (gandharva) disfrutar de los juegos del placer con las āpsara.

Las āpsara eran bellas como el fluir del agua. Eran curvas. Sus movimientos eran dluidos y circumbalaban todas ellas a Sachi, la esposa de Indra. La reina de los deva, que había quedado sola junto a un trono vacío.

Nunca, en su vida, Nahusha pudo haber imaginado una dama con encantos mayores o con tanta abundancia de deleite amoroso. Parecía la mujer que más ardientemente se pudiera entregar a su amado. La cabellera larga de Sachi se extendía tras su mirada como una aureola y su cabeza y caderas vibraban.

Sachi era la visión de los sueños más bellos del universo. Sachi era la imagen del deseo, y ante su presencia nadie sabía qué hacer. El palacio de Indra está construido de manera que sus salas nunca se dejan de expandir, porque ante la presencia de Sachi el deseo nunca deja de crecer.

Nahusha sintió que los recuerdos de su vida pasaban ante él y todo había tenido sentido si el destino lo estaba llevando ante esta visión, de Sachi en los cielos (jambha). Nahusha sintió que su única razón de ser era el encuentro con Sachi, la reina cósmica (Moha) y en su ser no cabía otro pensamiento que las formas maravillosas de Sachi, la esposa del desaparecido Indra (stambha).

Nahusha quiso llegar a ella y efectuar lo que consideraba su derecho como nuevo rey de los deva: una noche de amor con la reina.

Pero Sachi exigió que Nahusha se acercara a ella en las condiciones propias de su linaje. Nahusha tenía que ascender hacia la emperatriz montado en la carroza real de los cielos: la constelación estelar de la osa mayor, también llamada El Carro. Cada una de las siete estrellas que sostienen El Carro es uno de los siete rishi, los siete primeros hijos de la expansión universal. Los siete sabios que ven todos los movimientos de la realidad. Los abuelos de los siete cauces de la sabiduría. Los guardianes de la consciencia. Los guías de la humanidad.

Y la sabiduría, como todos sabemos, tiene su propio ritmo, que no es el del deseo. Los siete rishi levantaron en la carroza estelar al nuevo emperador universal. Levantaron el palanquín de Nahusha, el humano ascendido a Indra en los cielos. El emperador que deseaba la esposa de su antecesor, cuyas formas no alcanzaba. Y las estrellas seguían brillando en los cielos, pero no se movían. Hasta que Nahusha se desesperó, y pateó – o pataleó, como quien dice, como un niño desesperado- y golpeó con su pie la cabeza de uno de los rishi que sostenían su palanquín.

Agastya, fue el rishi golpeado. Su cabeza sacudida por el pie del rey impaciente.

-Me golpeas con tus extremidades impacientes, así las pierdas y te conviertas en una serpiente. Te arrastrarás por la tierra hasta que vuelvas a comprender el sentido real de la existencia.

Así decretó Agastya, y así cayó Nahusha de los cielos. Esta es la historia, que quedó sin contar hace dos entradas.

Pero, ¿quién es este Agastya? ¿Qué sabemos de él y cuál es si rol en la historia del universo?

No te pierdas la próxima entrada para conocer los espeluznantes relatos de la vida de Agastya, el rishi que decidió nacer dos veces.

El mapa para atravesar la confusión

Se ha dicho, y se sigue diciendo, que hay un Ser, único, que es real y siempre existe; un estar, inconcebible, de una voluntad que por su mero querer materializa todos los mundos: los universos subatómicos que esconde la materia, las grandes corrientes de energía en movimiento, los planetas, ecosistemas, galaxias e incluso el abismo infinito que todo lo puede absorber: el caos. Los humanos somos los testigos de este Ser. Su creación más preciada.

El aroma de la tierra en la noche, el sonido del viento y los grillos, la luz de las estrellas y el efecto de la luna sobre el mar. El conocimiento de las plantas, el calor del sol y la frescura que ofrece la sombra. Todos estos elementos son la casa de la humanidad. Los bosques y los animales que los pueblan, las extensas llanuras, las montañas, los lagos, los mares insondables y el misterioso fuego, son nuestros referentes. Los humanos somos la mirada que tiembla ante el mundo. Somos los héroes, los elegidos; la raza que transita el horror de pensar en la muerte. Somos los compañeros de los dioses. De las plantas. De los elementos que componen la vida.

Los humanos percibimos todas las frecuencias del universo y podemos interpretarlas en acciones. Las manos, y la voz, de los humanos, interactúan con el tiempo y la materia, tejiendo el destino. La voluntad, mediante la inteligencia humana, configura y transforma nuestro entorno. Somos la raza que transforma el planeta. Allí donde hay humanos hay fuegos encendidos. Las urbes humanas compiten con las estrellas y desde las alturas refulgen sobre la piel de la tierra como incendios controlados.

Somos un propósito, en forma de animal. Un animal social, intelectual, creativo, artístico, tecnológico. No sabemos dónde están nuestros límites, si es que los tenemos. Hemos modificado el planeta y estamos modificando nuestra raza; nuestra animalidad. Hemos descubierto cómo liberar la energía escondida en los átomos, a modificar nuestras condiciones fisiológicas innatas. ¿Hasta dónde podemos llegar? No lo sabemos. ¿Qué buscamos? Tampoco. Es la vida la que nos mueve. El crecimiento.

Nos maravillamos creyendo en un destino incomprensible, en un puerto de llegada, que queda allende las estrellas, más allá del conflicto y del tiempo. Mientras tanto, mientras no alcancemos ese puerto huidizo, nos zarandean las pulsiones de los cuerpos que habitamos: Dolor y vergüenza en la infancia, angustia y perplejidad en la juventud, melancolía en la edad adulta y miedo en la vejez. Olas de emociones que transforman de un día para otro, sino de un hora para la otra, nuestra manera de ver el mundo. Una y otra vez.

¿Y cómo puede, un humano, preguntar qué es el ser humano? ¿Quién le responderá y en qué lenguaje? ¿En el de las plantas? ¿En el lenguaje de los ciclos cósmicos? El piar de los pájaros al amanecer y el mugir de las vacas en una noche oscura, ¿serán respuestas a la pregunta de qué es el humano? ¿Lo serán los truenos?

Para entendernos, nos miramos en el espejo y el espejo nos devuelve un signo de interrogación: la imagen de una cara que pregunta. Piel, cejas, frente, arrugas, mejillas suaves o peludas y pupilas negras. Una nariz, un mentón, y un fondo. Tras la cara. Un paisaje, interior o exterior – no importa. Un baño, con ventana o no. Signos de un entorno que acoge esa cara que mira.

Todo esto confunde al humano.

Así se lo contó la pitón gigante a Yudisthira; así se lo contó la pitón gigante al hijo del orden universal:

-Yo me confundí a causa de mi prosperidad. Estaba intoxicado. En tiempos pasados solía vagar por los cielos a bordo de mi carro celestial. Intoxicado con mi vanidad, no pensaba en otra cosa. Las grandes consciencias iluminadas (brahmanes y rishis), los espectros nocturnos (rakshasa), los guardianes astrales (gandharva), dioses (deva), serpientes invisibles (naga), músicos celstiales (kinnara) y todos los residentes de los tres mundos me rendían tributo. El poder de mi mirada era tal que al ser que yo mirara podía robarle la energía. Miles de sabios con la consciencia realizada cargaban mi palanquín. ¡Oh rey! Un día, cuando el rishi Agastya me estaba llevando, pateé su cabeza por orgullo e impaciencia. Enfurecido, el destino pronunció estas palabras: <Que sea tu orgullo destruido, y te conviertas en una serpiente sin extremidades>. Ese día caí desde mi supremo carro celeste (vimana). Perdí todos mis ornamentos. Y mientras caía, cara abajo, vi que ya me había convertido en una serpiente depredadora. Entonces supliqué a Agastya: -¡Por favor libérame de esta maldición! ¡Por favor, perdona mi falta!.

Entonces Agastya se llenó de compasión y me dijo: -Oh señor de los humanos! El rey del orden cósmico (dharmaraja), Yudisthira, te liberará de esta maldición cuando los frutos de tu insolencia y brutalidad se hayan descompuesto.

Ver el poder de su energía despertó una gran maravilla en mí. Oh rey, por esto he querido hablar contigo. La sinceridad, la autoconsciencia, la entrega a un bien mayor, rehuir la violencia y elegir siempre la bondad es lo que nos hace más humanos, no el nacimiento ni el linaje.

Así habló la pitón Nahusha, según la historia. Así lo cuenta el Mahabharata. El Mahabharata, la narración del sendero hacia la divinidad, dicen algunos. Las historias de los dioses; la historia del universo y sus elementos; el mapa para atravesar la confusión; el relato de la voluntad humana; la historia más larga, más colorida y más espeluznante jamás contada. El orden que ilumina el caos y el caos que nos libera del orden.

 

¿Pero quién es esta pitón gigante llamada Nahusha y quién es el rishi Agastya? ¡No te pierdas las próximas entradas para conocer su increíble historia! ¡Se te van a poner los pelos de punta!

 

Poco a poco nos estamos acercando al cierre de este cuarto año de Respirar el Mahabharata. La investigación de este año está siendo enfocada en el rol del azar, o caos, en el mundo. La razón de ello es que la historia que marca la narración de este cuarto capítulo de Respirar el Mahabharata es el juego de dados fatal en el que Yudisthira pierde su reino.

El evento que estoy preparando para este cuarto capítulo de Respirar el Mahabharata es un taller del juego de Lilah. Cuando sea el momento explicaré mejor la relación entre el juego, el Mahabharata y el azar. De momento, confío en que el lector interesado pueda sacar sus propias conclusiones, o disfrutar simplemente de cada historia de este blog por sí misma.

El taller de Respirar el Mahabharata 4 se estrenará el próximo 12 de diciembre en la sala del colectivo CRA’P.

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