La sabiduría viene del cielo. Más concretamente, del centro de la galaxia. O mejor dicho del centro del universo, que resuena con nuestro corazón.
Cuando digo sabiduría me refiero a la compasión. La verdadera sabiduría es el amor; esto lo sabemos todos. La sabiduría emana luz, desde el centro de la espiral galáctica que contiene nuestro planeta; luz que salpica cuerpos incandescentes a todas las direcciones. Porque las estrellas que vemos desde la tierra forman un texto en un tipo de escritura braille ancestral, extendida sobre nuestras cabezas. Si no levantamos el mentón no la vemos así que, a veces, y por compasión, descienden de las estrellas mensajes, en forma de marcas sobre el suelo.
En las eras antiguas cuando una de estas señales cósmicas era reconocida se construían sobre su ubicación templos y altares. Ahora, cuando vemos una señal extraordinaria, llamamos a la televisión, o subimos nosotros mismos la fotografía a la red. Subimos grabaciones de pequeños milagros, que pueden ser así ridiculizados. Sorna, juicio, cinismo y sarcasmo bañan al fenómeno y la relación que se pueda establecer con esta muestra de compasión emanada del centro de nuestro corazón queda teñida por la sospecha. Porque tal vez sean estos los templos de nuestra era: el rumor y las habladurías.
El sabio Gautama fue una de aquellas estrellas que habían bajado a la tierra en la forma de un ser humano. Su esposa Ahalya también lo fue. ¿Qué recuerdo nos queda de aquella relación? Esta es una pregunta importante. Porque todas estas historias que llamamos míticas son apuntes de un pasado eterno que resuena con nuestro presente. Más allá de las palabras, y todos los vacíos que se abren entre estas escuetas descripciones, lo interesante sería sentir en qué silencios reverberan los ecos de aquella relación. ¿Qué recuerda nuestro corazón -que siempre está vibrando con el mundo- de aquella presencia estelar en la tierra?
Lo que la historia nos cuenta es que Gautama y Ahalya tenían un hijo, que el Mahābhārata llama Shradavan. Gautama fue al río a hacer unas abluciones y cuando Ahalya se quedó sola, recibió las visita de Indra, el rey de los deva. Indra había tomado la forma del marido de Ahalya. Parecía como si Gautama hubiera vuelto del río, pero era Indra. Gautama seguía en el río.
Indra, el que cabalga sobre el elefante blanco atronador, con el relámpago diamantino como arma, hizo el amor con Ahalya. No sabemos con certeza si Ahalya fue engañada, o intuyó que aquél era Indra disfrazado, pero las consecuencias fueron las que fueron. Cuando Gautama volvió del río descubrió a su mujer y la convirtió en piedra. Ahalya quedó atrapada, hasta que fue redimida por la mirada de Rama, muchos siglos después.
Hay muchos misterios que se abren con esta historia cuando le damos el respeto que se merece. Sin embargo ahora me quedaría con el hecho de que Shradavan, el hijo de Gautama y Ahalya, creció sin madre. O con una estatua como referente materno. Lo cual nos remite al linaje de Drona, que –como mencioné hace dos entradas– creció sin madre, igual que lo había hecho su padre, también.
Shradavan creció sin la cercanía de una figura materna, y dedicó su vida a estudiar el arte del tiro al arco (dhanurveda). En su juventud, mientras recitaba mantras en el bosque Shradavan vio pasar entre la vegetación a una ápsara: una apariencia femenina líquida, sensual como los meandros de los ríos, que emanaba seducción. La presencia de aquella ápsara fue tan excitante para Shradavan, que tuvo una expulsión involuntaria. Su simiente cayó sobre un filamento de hierba, se derramó sobre ella y se dividió en dos gotas. De aquellas dos gotas nacieron unos mellizos: Kripa y Kripi, el masculino y el femenino de Kŗpā, que se puede traducir en este caso por ternura, o suavidad. Quizá por la suavidad que tuvo aquél líquido al dividirse.
Kripi, la melliza femenina, se casó con Drona.
Antes de que Drona fuera contratado como maestro de armas de los protagonistas del Mahābhārata, era un místico que vivía de austeridades en el bosque. Su esposa Kripi y él tenían lo justo para sobrevivir, y pidieron, mediante ceremonias y meditaciones, a Rudra, el aullido que agita todos los mundos, tener un hijo poderoso. Y tan poderoso fue Ashvattama, el hijo de los dos, que causó uno de los actos más trágicos de la guerra del Mahābhārata: La infame matanza nocturna que rompió la confianza que la humanidad tenía en sí misma.
…
Si el Mahābhārata fuera un objeto, estaría cubierto de jeroglíficos enigmáticos que despiertan visiones, sueños y comprensiones de las raíces de nuestro ser original. El entramado intrincado de historias que lo compone nos evoca recuerdos anteriores a nuestro nacimiento individual, y una lectura del Mahābhārata que propongo es la de leer en él un compendio de los errores que la humanidad ha venido cometiendo hasta llegar al lugar en el que estamos. Porque el Mahābhārata habla de una espiral descendiente, que ha llevado al mundo de la armonía al caos en el que estamos. Y, a su vez, el Mahābhārata habla de una espiral ascendente, que nos lleva a reconocer la armonía de nuevo, aún desde el caos. Teniendo esto en cuenta, es interesante observar la ausencia de presencia femenina en las vidas de los héroes de la caída de la humanidad. No solo presencia física y viva, como en el caso de la petrificada Ahalya, sino también en el modo de vivir (como en las aspiraciones de poder de Kripi, la esposa de Drona).
¿Dónde se sitúa cada uno de nosotros ante esto? ¿Cuál es nuestra relación con el femenino sagrado? ¿Y qué es el femenino sagrado, y dónde se encuentra? Estas son las preguntas que probablemente sea más interesante responder.